La calle estaba casi desierta, con una tranquilidad impropia para un sitio tan céntrico, justo allí, donde la peatonal Córdoba de la ciudad de Rosario de Santa Fe parecía abrirse a la Plaza 25 de Mayo, lugar al que me dirigía.
Me esperaba una columna dedicada a la libertad, que otorga protagonismo y honores a cuatro próceres de la Independencia Argentina, quienes desde el bronce anuncian, además de la grandeza y todo lo que hicieron por la Patria, la escasa gratitud y reconocimiento que alcanzaron al final de sus días.
Pensaba en eso, en el mármol esculpido, en la Catedral, en el Monumento a la Bandera y en el río Paraná, cuando alguien se me presentó de frente, anunciando un producto recién elaborado.
En posición de firme, con un canasto de mimbre en la mano, repleto de bollos redondos, dorados, según él “ideales para el desayuno, todavía calentitos, caseros”.
No necesité preguntarle el precio, me lo dijo, también que podían ser dulces o salados y que venían en paquetes de una docena.
Ponderaba su mercadería, porque no era consciente de que mi decisión estaba tomada, compraría uno, pero estaba calculando cuando hacerlo, si en ese momento o luego, al regresar de mi saludo a las referencias más queridas de la capital de los cereales, a la que acababa de llegar.
Opté por comprarlos luego, y compartí mi decisión haciendo un gesto con la mano derecha, como si estuviese dibujando un bucle que él entendió. Sonreí y enfilé hacia la plaza, con tal poca decisión que 10 o 15 pasos después me detuve, quizás para demostrarme a mí mismo, y por enésima vez, la ligereza de mis convicciones.
La falta de transeúntes me invitó a entrar en conversación, y en pocos minutos agradecí mi falta de rigor a la hora de respetar decisiones.
Lo primero que me dijo fue su nombre, Jonathan, que no estaba solo, que encontraría otros jóvenes con canastos vendiendo lo mismo, todos pertenecientes a una institución integrada por muchachos de diferentes edades. Esa mañana se habían levantado a las 04:30 hs, y tras un momento de oraciones y estudios relacionados con el versículo de la Biblia, Juan 21.12, se pusieron a trabajar.
Gracias a que el hogar donde residen está dotado con una cocina grande, dos hornos, amasadora, y sobadora, en un par de horas prepararon 7 canastos.
Al venderlos, consiguen el dinero necesario para mantenerse, ya que no reciben otras ayudas o subvenciones. Lo normal es que la faena concluya a medio día, eso cuando la gente colabora, un poco más tarde si son reticentes, “... porque cuando no hay, no hay, y los compradores se “sujetan” más...”
Todos viven en comunidad y llegaron al sitio por temas vinculados a las adicciones. Él, concretamente, había ingresado al centro hacía algunos meses, con 29 años y su vida, que parecía deshecha, le cambió completamente.
Lo hizo en el momento en que se dio cuenta de las cosas terribles que tenía que hacer para conseguir droga, cuando el sufrimiento hacia su familia se tornó insostenible. Decidió cambiar y ahora está satisfecho, porque tiene un lugar donde dormir, levantarse, sin nadie que lo busque ni persiga, con amigos, un hogar, un plato de comida digno, a la mañana, a la tarde, a la noche.
Un par de días después, justo a una distancia de 8.281,31 km en dirección noreste desde Jonathan y sus bollos prodigiosos, en Santa Cruz de Tenerife, apenas superada la Piscina Municipal Acidalio Lorenzo hacia el centro de la ciudad, otro joven, sin canasto, pero con un mensaje, también esperaba, en este caso atención, no compradores.
Llegado a la isla desde Grecia para montar un negocio, no sospechaba que terminaría en la calle tras un fracaso rotundo al que se sumó la traición de su socio.
El abandono lo hizo prisionero y una poli toxicomanía lo mantuvo condenado hasta que decidió buscar una salida, escaparse de ese infierno adictivo que le sustraía todos los valores.
En tratamiento y superando a duras penas agobios, ya se considera recuperado. Todavía requiere apoyos, comprensión, solidaridad, porque a pesar de hablar 4 idiomas, de ofrecerse como pinche de cocina, albañil o auxiliar de mecánico, no encuentra trabajo.
Repite que no pide dinero, no quiere limosnas, lo enseña en un cartel, lo muestra a los conductores, busca un trabajo, para poder dejar de estar perdido, a la intemperie: “A Dios gracia, de todo, para todos, pero no estar en la calle”.
La charla con Christos -ese es su nombre- fue un par de días después de la mantenida con Jonathan.
Dos hemisferios distintos, trayectorias, tradiciones, culturas diferentes, con dolores iguales, por culpa de quienes trafican y se lucran con dependencias ajenas, no importe que sea en el norte o en el sur, en el mundo del privilegio o el que se está peleando con las carencias.
Ambos citaron a la Biblia, el rosarino a San Juan 21.12, el griego - tinerfeño a Jeremías 33.3.
Tan lejos, tan cerca, tan distintos, tan iguales, tan confiados al cielo cuando la tierra parece esfumarse.
“Venid y comed” imploraba Jonathan, el de allá, cuando empezaba el día.
“Clama a mí, te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.”, rezaba el de aquí, cuando promediaba la Pascua.
Jonathan, el de los dulces, ya tiene amigos; Cristhos los necesita. Su email: christoschristopulos@gmail.com.