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Marisa de Buenos Aires

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 30 de marzo de 2024, 06:00h

Demorados en una esquina de Buenos Aires, comentábamos, con mi sobrino Edgardo, la belleza de un balcón gigante, especie de mirador de prodigios que se elevaba un poco más allá del Teatro Colón.

En el entorno podían verse calles anchas como campos de fútbol, césped, parques y en el centro geométrico de la atención un árbol prodigioso, señalado con un cartel en el que se inscribía un nombre: “Seibo de Jujuy”, junto al número de inventario, 0001, como si la referencia señalase al primer ejemplar de una colección rutilante de vida frondosa, que da sombra a la Plaza Lavalle y regala horizontes a edificios emblemáticos, aquí y allá.

Ficus, palos borrachos, jacarandáes, la mayoría desparramando flores, parecían invitar a seguir disfrutando de una mañana de sábado, en la que el tráfico parecía demorado y la ciudad desnudaba todos sus atractivos.

Cuando lo vi, me refiero al edificio, estaba lejos, en un paso de peatones de la Avenida 9 de Julio y me llamó la atención, porque de algún modo lo relacioné con el árbol.

Ambos daban la impresión de ofrecer testimonios de supervivencia orgullosa, el portento del reino vegetal por seguir mostrándose verde a pesar de medio tronco seco, el segundo, el de concreto, porque parecía una criatura híbrida que mixturaba siglos, con una parte antigua de factura de inicios de siglo XX y otra moderna, de aceros y cristales, con ansias invasivas, que no alcanzó a tragarse lo que pretendía la rentabilidad.

Allí estábamos, en la calle Talcahuano, comentando la firma del arquitecto Massue que conseguía leerse desde la acera,cuando de pronto una señora, saludándonos con respeto, nos preguntó si nos interesaba el diseño, los monumentos.

Al ser nuestra respuesta afirmativa nos propuso mostrarnos el interior del edifico vecino al que observábamos, para que pudiésemos admirar sus suelos de madera, la nobleza de sus espacios amplios, la altura de sus salones e incluso su despacho de abogada, en el cual funcionaba con su esposo desde hacía décadas.

Conforme avanzábamos nos fue explicando épocas pretéritas, comparaciones de materiales, que no dejásemos de acceder también al edificio vecino de Tribunales, y cuando ya concluíamos -ella había llegado de casualidad a retirar un documento- nos contó la historia del conocido como Mirador Massue, el mismo que había reclamado nuestra atención.

Su destino era ser demolido, y de hecho lo fue parcialmente en el año1989, con el objeto de ser transformado en edificio de oficinas.

Ella, la señora que nos explicaba la historia, junto a otros vecinos, instalaron una mesa para solicitar firmas e impedir la destrucción de elemento tan valioso, y lo consiguieron junto a intelectuales y otros profesionales, permitiendo que la municipalidad replantease el proyecto para dejarlo tal como se ofrece en este momento a los viandantes.

Nos sorprendió la generosidad de la mujer, su ofrecimientos y exposición en tiempos de incertidumbres e inseguridad, nos sorprendió su ilustración.

Nos habló del nombre del creador, el artista francés Alfred Massue, del estilo que caracterizó su obra, de la procedencia de la materia prima, de la ornamentación, de su cúpula.

Con la tranquilidad y el equilibrio que concede la edad y con los mejores atributos de sus 78 años, sin ningún tipo de precaución, nos introdujo en los secretos de maderas, mármoles, bronces, y luego de ver de cerca esas maravillas nos invitó a tomar un café.

Cuando accedió al establecimiento “Ouro Preto” fue saludada por los camareros, y tras besar a uno de ellos solicitó lo de siempre. El empleado Luis le alcanzó lo acostumbrado, con los proporciones de leche, espuma y el tiempo de tostado de las medias lunas exactas.

Nos contó su historia en el alto tribunal, aspectos de su familia, la trayectoria de su esposo fallecido, el nombre de sus nietos, nos mostró una foto de su hija, el camino que recorre a diario para acudir a su trabajo, el modo en que vuelve a casa, las ganas de ayudar, su ausencia de temores cuando tropieza con turistas, y desde allí mismo le hizo una broma a su hija, a quien mandó una foto diciéndole que nos había invitado a almorzar.

Dispuesta a ayudar, se ofrece casi siempre, aún cuando a veces sus ofrecimientos son considerados intromisiones. Todavía no aprendió a ser indiferente, a pesar de que la mayoría la habla de la inseguridad que representa tratar con extraños.

A lo largo de su andadura, de defensas patrimoniales, también cosechó fracasos, como cuando no consiguió evitar la demolición de un edificio emblemático, que perteneciera a un prohombre de la República Argentina, instalado en la calle Callao, entre Paraguay y Marcelo T de Alvear.

Día tras día, pidiendo firmas hasta quedarse afónica, desde las 07.30 de la mañana hasta las 13, miles de firmas, a veces éxitos, otras fracasos.

Marisa nos regaló, en una mañana preciosa, conocimientos, confianza, amistad.

El café lo pusimos nosotros, en la misma casa que alguna vez fuera visitada por un grande, según explica un letrero.

Quizás en una mesa cercana a la nuestra le estaban haciendo una entrevista a Julio Cortázar, cuando una joven entró para regalarle un ramo de jazmines. Fue la última vez que el escritor visitó Buenos Aires y al terminar el reportaje acercó el ramo a la nariz del corresponsal del diario Le Monde, diciéndole: !”Huele, esto en Francia no existe”

No estoy seguro de las certezas del escritor con respecto a las flores, tengo dudas de si habrá personas en otros lugares como Marisa.

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