Pedro negó a Cristo tres veces y terminó siendo el jefe de la Iglesia. Hay quien dice que de no haber sido así, lo hubieran detenido y ajusticiado junto con el Maestro y la sede de Roma no habría sido instituida con su nombre. O quizá sí, porque después de haber escapado de la prisión en Jerusalén fue crucificado por los romanos unos años más tarde. El prodigio está en que las dos cadenas con que fue apresado se unieron en una sola.
Hay una iglesia romana que lo recuerda: San Pietro in vÍncoli, donde Miguel Ángel esculpió la tumba de Julio II, representando al gran Moisés, con las tablas de la ley y unos pequeños cuernos en la frente. De las negaciones y de los arrepentimientos surgen símbolos indestructibles, como el de ese san Pedro del Vaticano, harto de que le besen los pies, como dice Rafael Alberti.
Cuando alguien es apresado por la justicia sus amigos se disponen a decir que no lo conocían de nada. Es normal, todos quieren salvar el pellejo, aunque sea a costa de negar lo que más tarde va a ser instituido como la gran revelación divina. Lo de Cristo y san Pedro es un mal ejemplo para equipararlo a lo que hoy ocurre en España, a menos que se intente fundar una nueva fe que dure eternamente. Además, al que se niega, como si fuera un apestado es a quien contamina la pureza de una historia salvadora, no a quien la defiende como la gran esperanza de redención. Jesús nunca negó a sus apóstoles, a pesar de que en ocasiones advirtió de sus debilidades y de su falta de fe.
Olvidando este pasaje evangélico regresemos al aspecto vulgar que tienen las cosas de lo secular, que es lo que va con el siglo; lo que ahora se llamaría la nueva normalidad. La grandeza del Quijote, ese personaje destartalado creado por el gran Cervantes, es el distingo que hace entre el destino sublime de los personajes elegidos y la misión menor de los servidores, vulgares menestrales que serán a lo sumo recompensados con una ínsula. Don Quijote, como el caballero andante que es, vela las armas antes de entrar en el combate, nunca encomienda esa misión al barrigudo y ambicioso Sancho Panza. La hazaña quedaría desprovista del encargo, casi divino, que la hace grande, para convertirla en una componenda entre truhanes y macarras.
Esto es lo que me sugiere el relato descrito en el Manual de Resistencia, que es como la reseña heroica de un hecho providencial, cuando se pone al cuidado de los avales a un portero de puticlub. En el sentido político, es el equivalente a velar las armas la noche antes de la justa y el caballero se va a retozar con una moza mientras un guardaespaldas le hace el trabajo. Estos hechos que se nos van revelando al transcurrir del tiempo son los que tiñen de vulgaridad a una aventura que se asfixia con su propia almohada. Los mitos se caen al suelo cuando muestran su endeblez a los ojos de todos. Es lo que está empezando a ocurrir sin que nadie lo pueda evitar.
El gallo cantará tres veces, pero será como el canto del cisne que agita sus alas en un baile macabro cuando siente cerca a la muerte. A muchos parecerá la última demostración de su presunción ególatra, pero solo será el anuncio de su desaparición para sumergirse en los territorios del olvido.