A la altura del km.46 en la autovía del sur de Tenerife en dirección a Los Cristianos, existe un desvío, que nos puede llevar a las instalaciones que el PIRS tiene en Arico; pero también nos puede acercar a un pequeño caserío del mismo municipio en el que se come un pescado fresco exquisitamente preparado por manos expertas del lugar: San Miguel de Tajao. Dicen que el pescado fresco llega antes allí que a otros puntos del sur de la isla porque, en sus restaurantes, saben tratar adecuadamente a los proveedores. No sé si, esto último, es más un “run-run” que una realidad, pero lo cierto es que raramente escuchas alguna queja sobre el género que allí se consume. Por lo que yo conozco y conozco algo del lugar, los dueños de los negocios -al menos de alguno de ellos- saben del mar que arrulla a este caserío y del que está más lejos; tanto, como “Jacques Cousteau”, podía saber de los fondos marinos del mundo mundial. La condición de pescadores que seguramente aún figure en sus cartillas del seguro, avalan ese conocimiento. Sus manos curtidas por el paso de las maromas o por el roce de los largos remos que tuvieron que bogar, también dejan claros indicios de los conocimientos adquiridos en el entorno marino.
De niño, tuve la oportunidad de conocer a muchos de aquellos pescadores y a sus hijos pues parte de mis vacaciones estivales, las pasaba en la casita que mi familia tenía en ese pueblo costero. La casa de mi familia estaba justo en la playa principal. El roce de las olas con los callados servía para conciliar un sueño absolutamente reparador. Tampoco es que hubiera mucho que reparar, porque entre mis ocupaciones diarias, el ocio llenaba más del ochenta por ciento del tiempo.
Hoy en día se accede a la playa, a través de un camino asfaltado donde he podido constatar la existencia de alguna farola y líneas pintadas sobre el asfalto para delimitar las zonas de aparcamientos. Por ver, he podido observar la existencia de algún cartel de “vado permanente” Una reserva de entrada a garaje, ¡en Tajao! Existe una amplia zona de parking junto a lo que parece un varadero en dique seco. Y la infraestructura institucional la termina un dique de abrigo de grandes dimensiones que favorece el refugio de los pequeños barquitos que fondean en las aguas mansas que dicho mamotreto de cemento ha conseguido para la gente del lugar. Pero, esa imagen no fue siempre así. Ya les adelanto que, ni por asomo, nadie en Tajao, se podría imaginar lo que hoy en día se ve como algo tan normal. Y, desde luego no creo que yo esté en posición de criticar lo que ahora se constata cuando vamos a comer los sabrosos pescados a la espalda, o los camarones, o sus ricas morenas fritas, o el magnífico escaldón con caldo de pescado. ¡Claro que no! Si a la gente que allí vive y ha de seguir viviendo, le vale lo que han conseguido, a mí también. Eso no quiere decir que no me guste recordar este rincón con los ojos de mi niñez, y que cada cual juzgue la diferencia como considere oportuno.
Cuando el camión de Don Diego, nos trasladaba a mi tía Anita, a mi hermana y a mí junto a otra muchachada, desde el Río de Arico, hasta San Miguel de Tajao, era un mezcla de sensaciones que te llevaba desde las imágenes que se ven en los reportajes del París Dakar a las montañas rusas de cualquiera de los parques de atracciones de nuestra geografía. Entre saltos, risas, ¡Muchas risas! Y alguna llamada de atención que provenía de la cabina del vehículo, transcurría un trayecto de apenas diez kilómetros por camino de tierra y baches. Cuando nos acercábamos a la entrada actual, el camión paraba su marcha para que el conductor nos advirtiera, de agarráramos a las barandas, porque, aquella pendiente, se las traía consigo. Literalmente, el vehículo resbalaba por la tierra. Sorteado ese último obstáculo, se llegaba a una gran explanada rodeada por unas casitas a la derecha -hoy todavía existen, aunque ya con varios pisos- y una plaza con la pequeña ermita que custodiaba la imagen del San Miguel, a la izquierda. El resto, era todo diáfano; a excepción de un pequeño pollo hecho de piedra, que en su parte alta, mantenía en activo el único grifo desde dónde salía agua corriente, no había nada más en aquel terreno. Por no haber, en algunos días, tampoco había ni agua en aquel grifo comunitario.
Una vez descargados nuestros enseres, y tras retirar las sábanas que resguardaban los muebles del polvo, tocaba organizar las faenas de la casa. Lo primero era coger los cubos para acarrear el agua desde el chorro -así llamábamos a aquel grifo- hasta el bidón de la vivienda para poder tener agua en los baños y cocina. El agua para beber nos la proveían en grandes bidones que nos traían desde el pueblo cabecera -El Río de Arico-. Hoy en día, cuando veo algún reportaje del África profunda, me viene la imagen de aquel trasiego de cubos en Tajao. Cuando el grifo decía, hasta aquí llegué, la cosa era un poco más complicada, pero tenía solución. ¡En Tajao, siempre se encontraban soluciones! En la trasera del pueblo, entre las rocas de un pequeño barranco que allí podemos encontrar, había lo que se llamaba “el Charco”. Su agua no provenía de escorrentías -aquello estaba y está, absolutamente seco desde hace algunas centurias- Lo que allí se recogía con un cazo, era agua salobre que provenía de las marreas altas del mar, cuya orilla, se encontraba a unos cincuenta metros y que al filtrarse bajo tierra, nos llegaba menos salada. Terminada esa faena, tocaba el mantenimiento de la edificación, lijar hierros, pintarlos, y proceder de igual manera con las puertas, y comprar algo en la única tienda que había -hoy en ruinas junto a la entrada al parking-. El resto, era vivir. Vivir junto a tus amigos Mingue, Tello(+), Jesús, Diego,… ¡Vivir la libertad!
Nos poníamos el uniforme reglamentario, consistente en unas cholas, un bañador o calzón corto y una gorra para llevar el mechero -ahora ya puedo reconocer públicamente lo que nunca reconocí ni a los curas escolapios ni a mi familia: fumábamos a una corta edad- Unos días tocaba caminar y descubrir rincones no vistos en visitas anteriores. Y, otros, ir a bañarse a los caseríos de al lado: La Caleta y La Jaca. En cualquiera de ellos, el baño era el final de una pequeña aventura caminando entre veredas, barraquillos y montículos. Salir a pescar, bien de orilla con cañas auto-fabricadas, bien en pequeñas barcas de los amigos, estaba también en los planes. En las noches de luna llena, ayudar a coger cangrejos en la Laja -roca plana y natural que hoy casi tapa el espigón- era el entretenimiento especial. Otras noches las gastábamos jugando al cinquillo en el patio de la casa de Marisa, donde Don Diego y mi tía, hacían de tahúres. En alguna ocasión, algún turista despistado aparecía por allí y nos daba pie para dejar volar la imaginación. ¿Un espía? Para nosotros, era un motivo más para organizar la defensa del pueblo y terminaba, fumándonos un cigarrillo en “La Morra” a la que había que subir con cuidado para no resbalar -hoy el asfalto llega hasta arriba-. El pescado siempre era fresco y lo veíamos saltar sobre los callados cuando ayudábamos a los pescadores a varar los barcos. Ese era el Tajao que yo conocí y viví. Ahora, de vez en cuando, me acerco a comer un buen pescado servido en sus restaurantes con cartas en varios idiomas.