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Comunicación

Por Daniel Molini Dezotti
domingo 23 de julio de 2023, 05:00h

Estamos en un restaurante, cómodamente sentados, manteniendo una charla amable con una amiga y sin hacer mucho más, porque esperamos a quien nos convocó en ese lugar para degustar un pastel de verduras.

Sobre la mesa descansan un vaso de agua bien fría y otro casi natural, porque nuestra permanencia, de momento, es frugal. Seguramente, cuando llegue el "recomendador" la cosa se pondrá más interesante.

Como tarda, aprovechamos el tiempo para hablar de cosas comunes, comparando las de antes con las de ahora, también las que serán, como si estuviésemos repasando la conjugación de tiempos verbales.

Mi participación no es plena, tengo el entendimiento y la atención disociados, porque frente a mi, a escasos metros, “participo” de una representación que sucede en una mesa vecina, situada a espaldas de mi amiga.

No termino de concentrarme en nuestra conversación, lo que sucede detrás de ella me estimula la curiosidad y, por qué no decirlo, también me perturba.

Se trata de una familia joven, un padre, una madre y dos hijos, mujer la mayor, varón el más pequeño, ambos adolescentes, calculo que tendrán 15 años ella, 13, no más, él.

No están esperando a nadie, y tengo la certeza de ello porque en la mesa, con todos los platos y cubiertos dispuestos, no existe lugar para ningún añadido; si acaso, la comida, y con justeza de espacio.

La señora estaba inquieta, se levantaba, iba, venía, en un momento determinando también la acompañó su hija, como si necesitaran algo que estaba en otro sitio.

El único que comía era el chico, que sacaba papas fritas de una bolsa y luego algo que parecía alitas de pollo de otra, con el logotipo de una empresa de comida rápida, y lo hacía con ansias, incrementando el depósito de hidratos de carbono y grasas saturadas que en algún momento de la vida, como sistematizase la costumbre por los fritos y la chatarra, podrían recordarle esos hábitos poco saludables.

Desde que nosotros llegamos y el tiempo en que estuvieron juntos, los cuatro integrantes del núcleo amoroso no se miraron a las caras, sino que toda la atención la recibía una pantallita de pocos centímetros.

El padre, empezando por orden cronológico de mayor a menor, la miraba de lejos, luego la acercaba un poco, con el dedo pulgar de la mano derecha pulsaba con dudas algunas teclas, luego atendía o llamaba, dirigiendo su vista hacia un punto que estaba fuera del campo visual de la familia, en un perspectiva escorada hacia estribor.

A su lado el chico, entre papa y papa, nada de papá, se entretenía achicharrando unas imágenes movedizas que parecían precursores de marcianos. Su hermana, frente a él, con auriculares puestos y ojos entornados, observaba o escuchaba contenidos que salían de esa especie de microondas de neuronas, que sostenía con la mano izquierda, y la mamá, que parecía la menos cautiva por la cibernética, manipulaba, movía, situaba en un oreja, volvía a bajar, miraba, acercaba o alejaba un artilugio dormido, al que parecía querer despertar.

Mi amiga se dio cuenta de que yo no estaba en lo que tenía que estar y me preguntó en qué pensaba, y le respondí, sin dudar, en la comunicación.

Ella podría haberme dicho que menuda comunicación era la mía, que me estaba hablando y era incapaz de seguirla, pero no dijo nada. siempre fue prudente.

Entonces yo, situándome en modo académico, le dije lo que había estado pensando, en esa palabra a la que tendríamos que cambiarle el nombre.

Antes, cuando no había comunicación entre padres e hijos estaba el abuelo cerca, o quizás un cura, un médico, el maestro, dos amigos, alguien, que a modo de buen intermediario propiciaba una antena para que las ondas del afecto volviesen a conectarse. Ahora todos parecíamos “enchufados” entre todos, los de casa con los de enfrente, los de un continente con los de otro, y éstos con el extra mundo que a su vez lo estaban con criaturas que todavía no se han inventado.

No me cabía dudas de que la familia estaba conectada, pero a una red wifi, que sin necesidad de palabras, las alejaba de la cercanía y del afecto para trasladarla vaya a saber a que paraíso del tik tok o de algún reino de la vulgaridad.

Como la persona que tenía que llegar se demoraba pedimos el pastel de verduras, que no era nada del otro jueves, parecía elaborado por una plataforma digital. Luego compartimos otro plato, hasta que por fin, los vecinos de mesa, que llevaban en el sitio más tiempo que nosotros, decidieron pedir la comida y hacer lo que se hace en un comedor: comer.

Nuestras viandas llegaron antes, y ellos continuaron en lo suyo. No podía quitar la vista del progenitor, que era el más concentrado en el aparatejo. Ni siquiera alzaba la vista para ver lo que hacía el resto, con un rigor salvaje, como si en ese momento estuviese a punto de decidir si apretar el botón que determinaría la explosión del mundo conocido, o indultar la vida a la humanidad.

A pesar de estar medio oculto por una columna, que me hacía difícil mirar para otro lado, el “tecnológico” hombre se dio cuenta de mi observancia, pero no se intimidó, siguió en la suyo: decidir el destino del cosmos.

A punto de pedir el postre llegó por fin quien debía llegar, resuelto a demostrar que allí el pastel era bueno porque él lo había recomendado. Por supuesto, se dio cuenta al pedirlo que estaba regular tirando a malo.

Lo terminó cuando a los vecinos le trajeron una carne que compartieron madre e hija y un pescado del que dio cuenta el padre. No pidieron postre, se marcharon con el cacharro en la mano, excepto la madre que lo olvidó sobre la mesa. Pocos segundos después, regresó el esposo, y por primera vez escuché su voz, la llamó por su nombre, mostrándole -con una sonrisa- el tesoro recuperado.

No sé si lo que me hizo mal, lo que me cayó como una piedra de silicio en el estómago, fue el pastel que estaba malo, o el futuro de silencio que imaginé para aquella familia.

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