Un vez más, un año tras otro, se ha celebrado en una parte importante de la geografía mediterránea la primera gran fiesta de bienvenida al flamante verano astronómico que rige nuestros destinos astrales: la verbena que precede a la festividad de San Joan.
Este acontecimiento lúdico-festivo está repleto de múltiples simbolismos ancestrales que el pueblo llano rememora con su punto de primitivismo: así, se solemniza y se festeja el acontecimiento que se produce en el calendario solar tal como “el día más largo del año”, es decir, con un pequeño retraso de un par de jornadas desde el solsticio de verano, la noche verbenera corresponde al día con más horas de luz diurna del año; el día vence a la noche y, consecuentemente, la luz le gana la batalla anual a la oscuridad y a las tinieblas.
Esta circunstancia astronómica de la naturaleza ha adquirido en el proceso histórico la presencia de un elemento, de un par de elementos, que van íntimamente ligados al festejo popular: el fuego y el ruido. Bueno, en realidad, existe otro componente que se suele añadir a los actos habituales de esparcimiento de las multitudes: el alcohol.
Las personas —entre las cuales se incluye un servidor— que solemos poseer un carácter más bien tranquilo, de índole tirando a conservadora y enemigas feroces de las más inútiles manifestaciones masivas, acostumbramos a celebrar esta festividad onomástica de modo sosegado, plácido y lo más apacible posible, conscientes del cierto elitismo que nos rodea y “víctimas” del buen gusto nada generalizado. Frecuentamos las cenas gastronómicamente positivas, con la preciada presencia de unos cuantos, pocos, amigos y propiciamos conversaciones que requieren un nivel de pensamiento equilibrado, responsable y, en cierto modo, culto. Con una terracita y unos diálogos interesantes nos apañamos la mar de bien; sin fuegos ni acompañamientos escandalosos de petardos varios, lo pasamos divinamente.
Pero, claro, la muchedumbre tiene marcado otro estilo de vida que tiende a la exageración, al jolgorio y a la bulla más desenfrenada, socialmente hablando. No pueden evitar —es más, lo buscan— el contacto humano masivo, el olor a aglomeración que producen las camisetas tipo imperio (las que carecen de mangas y dejan los sobacos al albor de aromas varios), el estruendo y griterío de la argamasa popular en estado de semiembriaguez, el chasquido del musgo de las plantas de los piés “calzados” con chancletas de goma recauchutada y usada, las bebidas low cost (tipo “calimochos” y otras lindezas imbebibles y causantes de delirios gastroenteríticos y mentales) y los reguetones que revientan los órganos auditivos (y, a veces, hasta el pancreas). Es su modelo de diversión; ellos sabrán... a mí, mientras no me salpiquen...
Pero hay otra realidad que aparece a la mañana siguiente de estos desaguisados lúdicos infernales. Se trata de una realidad cruda y lamentable que surge al final de estos disturbios fiesteros y que es retransmitida, casi en directo, por todas las televisiones: estoy hablando del esfuerzo sobrehumano que tienen que dedicar las fuerzas obreras de la limpieza municipal para retirar las toneladas de inmundicias, basura, despojos y bazofia mientras ellos y ellas, dormitando, vomitando (y algunos finalizando sus cópulas) muestran su pereza matutina después de una noche “inolvidable”.
Debo reconocer que esta escena, que se repite año tras año, me produce una sensación de asco impresionante. A eso se le llama incivismo y parece tolerado por parte del resto de la sociedad.
En Palma, hace unos años, hubo una noche en la que el Ayuntamiento colocó estrategicamente una enorme, gigantesca cantidad de papeleras para evitar los efectos de un botellón habitual en el Paseo Marítimo. A la mañana siguiente, la totalidad de mobiliario urbano (todas, todas las papeleras) aparecieron inmaculadas, sin estrenar. Un ejemplo, sin duda, de responsabilidad social y de higiene pública.
La masa, así, en general, es por naturaleza incívica, inculta y caótica.
Nada que hacer, lamentablemente.
¿Y las multas?