La célebre pintura, datada en 1933, formará parte de la exposición que se inaugura este mes dedicada al artista tinerfeño
TEA Tenerife Espacio de las Artes da la bienvenida a la pintura El Drago de Canarias (1933), una de las obras emblemáticas de Óscar Domínguez (Tenerife, 1906-París, 1957). Esta célebre pintura, que es propiedad de la Colección ABANCA (A Coruña) llegó ayer [viernes 14] escoltada desde el aeropuerto por la Policía Nacional y será una de las piezas clave de la exposición Óscar Domínguez. La conquista del mundo por la imagen, que se inaugura el 28 de abril, a las 19:00 horas. Esta muestra, dedicada al surrealista tinerfeño, está comisariada por el conservador de la Colección TEA, Isidro Hernández.
El drago es uno de los motivos centrales en la pintura de Óscar Domínguez de los años treinta. La imagen cotidiana de este árbol recordado en la imaginación infantil del joven pintor, en cuyo jardín familiar de la casa de El Calvario, en Tacoronte, crecía un ejemplar de grandes dimensiones, se entremezcla con la visión mítica del árbol primitivo aludido en las descripciones y cuadernos de bitácora de los viajeros a las Islas -Louis Feuillé, Alexander Von Humboldt, Sabin Berthelot, Olivia Stone o Piazzi Smyth, entre otros- en su mayor parte emprendedores de expediciones científicas que, más allá del interés botánico, realzaron la descripción del árbol con aportaciones idealizadas, embellecieron su porte y significado, y le atribuyeron virtudes medicinales. Quizás por la obsesión de Domínguez por la imagen onírica del árbol milenario al pintor se le atribuyó el pseudónimo de Dragonnier des Canaries, de modo que la representación plástica del drago de Canarias en su obra adquiere un cariz biográfico, tal que un alter ego vegetal del artista.
En El Drago de Canarias la figura del árbol milenario imaginado por Óscar Domínguez toma el centro de la composición como si se tratase de una imagen totémica, rotunda y exultante, desafiando a las alturas con su peso, burlándose del tiempo con su longevidad. La figura de este árbol cobra una dimensión jurásica, convocada desde un pasado remoto y sin edad, fuera del tiempo preciso de los relojes, como si asistiésemos a una de las representaciones posibles, simbólicas, del origen. El drago es, aquí, el árbol del mundo; el cordón umbilical que une pasado, presente y futuro en un mismo y atemporal punto sublime.
En esta pintura se puede ver como las ramas, tal que un dragón de cien cabezas, se ramifican conformando una ancha corona de hojas cristalizadas sobre la que acecha un león, figura que representa el poder instintivo del artista. A sus pies, las raíces se transforman en un extraño mecanismo de apertura en abrelatas, de formas ondulantes y con un cuerpo abierto en pergamino que sirve de partitura a un piano. Se trata de un árbol genealógico ancestral que, de un tronco único, se ramifica en brazos y cabezas independientes, en una espléndida copa que se reproduce, como una familia, durante décadas, durante siglos.