Creo que ya lo dije otras veces y si lo repito ahora es porque mis disputas con la inteligencia artificial no han mejorado.
Me parecía que la situación estaba cambiando, pero no, y me di cuenta al regresar, tras unas semanas, a la máquina para hacer ejercicios.
Nada más entrar en el gimnasio me pareció escuchar que una cinta le comentaba a otra: "No estoy segura, pero creo que el tipo que está entrando es el mismo del otro día."
Como los consejeros de salud mental me han recomendado no atender conversaciones privadas, y mucho menos las que se establecen entre seres inanimados, me hice el sordo, sabiendo que algo estaba a punto de suceder.
Lo primero que constaté fue que los robots hicieron todo lo posible para ocupar sus pistas y patines llamando a deportistas con cánticos propios de sirenas, como los que volvieron locos a los tripulantes que acompañaban a Ulises en su regreso de Troya.
En consecuencia, no pude considerar extraño que sólo quedara a mi disposición un artilugio pesado, de movimientos torpes, que sólo permitía subir escaleras, después de averiguar cuantos pisos estaba dispuesto a escalar y en cuanto tiempo,
Sabía que con esos engranajes tan pesados no podría llegar muy alto, con el pie izquierdo subía lo que bajaba con el izquierdo; me aburrí pronto.
Cuando estaba dispuesto a abandonar ese ejercicio desnivelado me sonrió la fortuna, se desocupó otro artilugio, no el que había hablado al verme llegar sino uno gemelo, cercano.
Para prevenir complicaciones, con todo el respeto del mundo, pasé un paño con desinfectante por manivelas y soportes demostrando con ello mi disposición a tratar bien las superficies tocadas por otros y también las que tocaría yo.
Con la experiencia de sesiones anteriores elegí la opción denominada ejercicio al aire libre. Ya con imágenes en la pantalla dispuse la velocidad, pulsé la tecla “On” y comencé a caminar por la ciudad de San Francisco, California, persiguiendo a un ciclista de andar cansino al que pronto superé.
Me interné por caminos asfaltados hasta llegar a un lugar con muchos anuncios de gran categoría promocionando la American Cup. Relojes de lujo, coches con pistones poderosos, y moda acorde que no atendí, preocupado como estaba en avanzar.
Todo iba bien hasta que de pronto, a lo lejos, asomando en el horizonte, algo me llamó la atención.
Se trataba de una mancha que se hacía cada vez más grande, oscura, aproximándose en dirección contraria. Cuando me dí cuenta de lo que era me alarmé; se trataba de un hombre corpulento vestido de negro y aspecto amenazador, cubierto con un abrigo que le llegaba hasta las rodillas y una capucha escondiéndole el rostro. No miraba al frente, su vista apuntaba al suelo, como si estuviese controlando su propia sombra, a la que parecía no querer pisotear.
No soy valiente, su presencia me inspiró miedo, a pesar de que el sol alumbraba la escena y me hacía visible a kilómetros, No obstante, al verme solo, lamenté haber sobrepasado al de la bicicleta.
Centré mi atención en las manos del sospechoso, con el objeto de descubrir si estaba armado, uno nunca sabe lo que se puede encontrar en las calles de EEUU, mucho menos tras el gobierno de Trump.
Demoré mi velocidad para estudiar mejor los riesgos y aguardar al de la bici, también para calcular las posibilidades de que el encuentro pudiese transformarse en encontronazo.
Como siempre ocurre cuando me explotan las inseguridades, activé el modo defensa huyendo de la zona, dejando al hombre de negro con la mano izquierda levantada, no sé si para saludarme o darme un guantazo. No quise averiguarlo.
Me dije: "¿qué pinto yo corriendo riesgos en San Francisco si podría estar tranquilamente en el Lago Merced que no parece estar muy lejos?'"
Inmediatamente me marché, pero algo debió suceder en el gimnasio porque algunas máquinas comenzaron a emitir chirridos. No tuve en cuenta esta circunstancia y me acerqué primero a una montaña, luego al lago Merced, que todavía no sé en que latitud mece sus aguas.
No llevaba ni cinco minutos disfrutando de paisajes cuando escuché un grito pavoroso, el de una señora que pedía auxilio con desesperación porque su cinta comenzó a adquirir una velocidad endemoniada, y ella, aferrada al manillar, no podía evitar que sus piernas empezaran a ondear como una bandera.
Afortunadamente, el poderío de su enganche manual y la ayuda de una vecino que saltó como un resorte para activar el mando de emergencia, solventaron la crisis. No necesité acercarme porque un técnico de la sala y la propia interesada, sin otra ayuda, analizaban daños.
Mis dudas se transformaron en certezas, el hombre de negro, para mi gusto, se había trasladado al aparato de la pobre mujer y le había hecho una faena, pero la muy contumaz, tras acomodarse la falda comenzó a caminar de nuevo. Admiré su coraje, yo no hubiese sido capaz
Por mi parte regresé a la tranquilidad del lago, mirando de reojo lo que pasaba aquí y allá, con la paz recuperada y respirando profundo hasta que un insensato, saliendo por detrás como una exhalación, me sobrepasó por la izquierda empujando un carrito con un bebé.
Para ir más rápido lo empujaba, soltaba y volvía a recuperar, ¡en bajada!
Al negarme a ser testigo de un accidente terrible que no podía prevenir, desistí del ejercicio físico, sin entender como esas máquinas podían ser consideradas saludables.