Publica La Vanguardia un artículo de Bill Gates hablando de la inteligencia artificial. Dice que será una especie de asistente personal que nos resolverá muchos problemas, entre otros los de salud. Eso está bien, lo que pasa es que me coge con el pie cambiado. Pertenezco a una generación que no se familiarizó con lo binario y tuvimos que encauzar a nuestras capacidades intelectuales por otros derroteros quizá menos prácticos. De todas formas, no considero que haya perdido mi tiempo al desarrollar otras habilidades. Espero haber conservado un mínimo de comprensión para leerme el manual de instrucciones del GPT y poder disfrutar de su dulce compañía, como si fuera mi ángel de la guarda.
En el fondo, todos los descubrimientos acaban siendo la materialización de nuestros deseos de siempre. Podemos volar como las aves, a pesar del trastazo que se pegó Ícaro; podemos ver lo que sucede a miles de kilómetros por medio de unas ondas diabólicas; podemos fotografiar a los planetas lejanos, e incluso imaginar que sacaremos agua y minerales de su superficie; podemos sentir el ajetreo de los electrones girando alocados en torno a sus núcleos; y ahora podremos andar seguros por el borde de los precipicios porque un agente protector guiará nuestro pasos con la dedicación de un coach individualizado.
Lo podemos entender todo menos la muerte. Esa descripción se deja para la angustia controlada de los escritores que, como Dante, viajarán a los infiernos en busca de sus experiencias imposibles. En estos viajes consistía la existencia para los antiguos. Un Homero moderno debería actualizarse y disponer de un asesor GPT para protegerse del canto de las sirenas. En este mundo me siento desembarcado sin remedio. A veces soy como un chatGPT para las personas que me leen, pero no aporto soluciones inmediatas, sino un despliegue de reflexiones para hacer ver lo complicado del lugar donde estamos.
Ya no tengo edad para pensar que Bill Gates es inalcanzable para mí. Solo me consuela la paradoja de Zenón. Aquiles, el hombre más rápido, corriendo detrás de la tortuga, el animal más lento, sin que la pueda alcanzar. ¿Cómo es esto? En cada tramo de la mínima distancia que los separa hay una división infinita de pequeños espacios, una sucesión de intervalos que no acaba nunca de desmenuzarse, una fatalidad llamada tiempo que no se puede trocear. Solo la mente humana, haciendo abstracción de su aprisionamiento temporal, es capaz de zafarse de esta esclavitud y detener a los relojes, y dar marcha atrás, por medio de un instrumento al que es imposible replicar físicamente, y al que llamamos fantasía.
Los escritores hacemos ejercicios diarios con estas técnicas y estamos preparados para viajar por las rampas del vértigo, en un territorio sin reglas y fuera de control al que no puede llegar Bill Gates. Ya sé que dentro de poco podré instalar una aplicación en mi móvil que haga de Pepito Grillo, la conciencia benéfica de Pinocho, un muñeco de madera acostumbrado a mentir. No creo que ese día me sienta más seguro. Prefiero el mundo de debilidades que me ha tocado vivir, porque él me ofrece la inmensa dicha de librarme, por un momento, de sus ataduras y dejar de sentirme un Laocoonte apresado por la serpiente. Entenderé como poder sublimarme con las bajezas: con la endeble entrega de Emma Bovary, con la obsesión iracunda del capitán Acab, con la ruindad del comerciante de marfil, Kurtz, del Corazón de las tinieblas. Seguiré siendo un bicho raro, un inadaptado al que se le pasó el arroz, pero en lugar de poner en mi vida a un asesor inalámbrico que me alumbre el camino, seguiré con mi mesilla de noche repleta de libros que me lleven al territorio incierto de la irrealidad.