Fue Lenin el que, tratando de llevar el marxismo al mundo empírico, teorizó sobre las formas de asaltar el poder e imponer la dictadura comunista. Trotsky fue más allá y convirtió la teoría en una verdadera mecánica del asalto al poder.
En cualquier caso, ni una sola línea de sus escritos hablaba de parlamentarismo o de democracia, conceptos netamente burgueses.
Lo ocurrido desde 1917 habla por sí mismo.
Las sutiles diferencias entre las familias nacidas del socialismo originario han divergido, sobre todo, en el modo de alcanzar ese monopolio del poder en nombre del pueblo pero sin el pueblo. Es una teoría del golpe de estado, que la izquierda -como la extrema derecha- bautizó como 'revolución'.
El socialismo, esencialmente autoritario en todas sus versiones, hubo de mutar en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial hacia ese híbrido denominado socialdemocracia tratando de sobrevivir y conservar cuotas de poder dentro de los regímenes democráticos. Incluso consiguió en nuestro entorno cultural apropiarse de muchas conquistas sociales y acuñar el concepto de 'estado del bienestar'.
En España, el socialismo cuenta con una historia turbulenta, incluso sanguinaria y cercana al estalinismo, que llevó al hundimiento de la II República y a propiciar el levantamiento militar que condujo a la dictadura franquista, hija putativa del marxismo en tanto que lógica reacción desde la orilla opuesta a este.
Si la II República hubiera transitado por la senda del reformismo y la moderación que defendían, entre otros, Miguel Maura o Niceto Alcalá-Zamora, o, del otro lado, la Agrupación al Servicio de la República de Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala, sin duda otro gallo histórico nos hubiera cantado.
Pero, por desgracia, no fue así, triunfaron en ambos bando los extremos y aun hoy padecemos las secuelas de aquella tragedia, que nos costó 40 años de travesía del desierto y ausencia de libertades.
Fue Felipe González el que, en el famoso Congreso de 1979 que preparaba el más importante paso de la Transición -la alternancia del poder entre la derecha y la izquierda democráticas-, impuso la renuncia al marxismo del PSOE y trajo la socialdemocracia europea a España.
Con todos sus defectos, visto desde la atalaya que otorgan 26 años desde el final del felipismo, el PSOE de 1982 y el de 2022 se parecen como un huevo a una castaña.
Cuando la derecha hubo agotado el siguiente ciclo, apareció de la casi nada un individuo como José Luis Rodríguez Zapatero, uno de los mayores cínicos y tóxicos dirigentes que ha dado nuestro país -basta ver quiénes son sus amigos-, que inauguró la senda hacia el actual sanchismo.
Y, claro, Pedro Sánchez sublimó todo aquello, y en cuatro años está consiguiendo desmontar los mecanismos internos que la arquitectura constitucional estableció para evitar precisamente que las elecciones democráticas se convirtieran en un mero refrendo del césar y otorgasen al presidente un poder sin control.
Sánchez, capaz de defender una cosa y su contraria sin despeinarse, es un gran actor, un autómata del autoritarismo de izquierdas, que arrasa con cuanto se opone a su voluntad, ya sea desde el rancio e iletrado comunismo podemita, como desde cualquier ámbito ideológico del espectro democrático a izquierda y derecha.
A Sánchez no le tiembla la mano cuando rebaja penas a los violadores mientras predica lo contrario, cuando acuerda toda clase de concesiones con aquellos que se jactan de estar destruyendo España, cuando despenaliza la insurrección y la desintegración o territorial, cuando entierra la disidencia interna sofocando cualquier intento de debate en el seno del PSOE, cuando deja la jefatura del Estado a los pies de los caballos para erigirse él mismo en único caudillo. Tampoco le temblará cuando acuerde con ERC la celebración de una consulta secesionista en Cataluña.
Por el camino, habrá parasitado el poder judicial con sus acólitos, pervirtiendo las reglas democráticas y convirtiendo el Parlamento en un show de teleñecos insultándose.
Usar los mecanismos democráticos para auparse al poder, para a continuación, desprestigiar y masacrar el parlamentarismo, destrozar sus instituciones, controlar el poder judicial y acabar imponiendo un régimen autoritario es algo que, sin embargo, no inventó Pedro Sánchez, sino Adolf Hitler en 1933.
Los referentes ideológicos americanos del PSOE actual demuestran bien a las claras de qué clase de fundamentos está hecho el socialismo español de hoy. Desde López Obrador a Cristina Fernández de Kirchner, pasando por Ortega, Díaz-Canel, Lula, Arce o el depuesto Pedro Castillo, el continente americano es una caricatura democrática y corrupta que Sánchez trata de liderar a escala mundial. Y, si se lo propone, lo conseguirá.