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Tiempos verbales

Por Julio Fajardo Sánchez
sábado 05 de noviembre de 2022, 07:00h

“El pasado siempre está cambiando. Cada presente tiene una versión distinta del mismo”. Esto que asegura Sergio del Molino es una paradoja que refleja una realidad, que en la definición abstracta de los términos es difícil de admitir. Se trata de una cuestión de actitud. Se me ocurre imaginar el peligro que supone ir conduciendo mirando permanentemente al espejo retrovisor, porque lo más probable es que te la pegues por no andar pendiente de lo que tienes delante.

Hacer de la Historia una materia mudable en función del tiempo es desvirtuarla, desproveerla de su atributo de veracidad. Pase lo que pase, sea quien sea el que lo observe, el agua seguirá hirviendo a cien grados, ¿o lo que hierve a noventa grados es el ángulo recto? El problema de cambiar el punto de ebullición dependiendo de la circunstancia es que terminarás quemándote.

Tengo que corregir a Sergio del Molino: el pasado no cambia, los que cambiamos somos nosotros. La pregunta es ¿por qué lo hacemos? La respuesta es que tenemos una versión diferente de los hechos y cada uno pretende imponer la suya. Entonces el pasado no es culpable de los avatares que se le achacan. Es inamovible ante la insensatez de quienes pretenden interpretarlo para extraer con ello algún rendimiento a su favor.

El gran Dédalo, según la mitología griega, era capaz de hacer esculturas en movimiento. Se dice que apoyaba los pies de sus figuras sobre lechos de mercurio en los que se deslizaban, haciendo ver que estaban animadas sin estarlo. Era una mudanza de ficción, una ilusión que enseguida era desmentida por la razón, una apariencia. Esa apariencia es la que nos hace ver a la realidad momentáneamente como un engaño o como una conveniencia.

Dar movimiento al pasado, hacerlo transportable o cambiante en función del punto de vista es lo mismo que jugar con muñecas andadoras, algo que añade bien poco a lo que significa una muñeca, un ser artificial que acabará siendo destripado, como fueron definitivamente inmovilizadas las esculturas construidas por Dédalo. Vivir sobre el mito es peligroso. Dédalo no era un personaje bondadoso. Se dice que precipitó a un sobrino suyo desde una azotea porque envidiaba su talento superior. En el fondo era un ser abyecto y rastrero que pagó con la muerte de su hijo al ponerle unas alas pegadas con la cera que se derretía al acercarse al sol, cuando pretendía escapar de Creta. Dédalo no sabía hacer otra cosa que construir laberintos para confundir a la gente. Calles que no conducen a ninguna parte, caminos frustrados, ejercicios inútiles de prueba y error para volver siempre al principio, sin que aparentemente se resuelva nada. Cosas poco rentables.

Si no es por Teseo, que tiene los arrestos suficientes para dar muerte al Minotauro, no se libran de entregar cada año a quince jóvenes y quince doncellas para que sean devoradas por la bestia, una amenaza a la que el pueblo se había acostumbrado como mal menor. Menos mal que el mito rompió definitivamente la maldición y el hecho histórico dejó de ser discutido el día en que el héroe acabo con el monstruo. Los cretenses dejaron de creer en la maldición, dejaron de interpretar su historia. El mal estaba en el toro gigantesco, el laberinto no era otra cosa que una artificialidad para seguir discutiendo sobre él. Muerto el perro se acabó la rabia. Mantenerlo vivo consistía en hacer del pasado algo cambiante y fatal, una pesadilla para seguir viviendo con ella.

Era igual que la discusión sobre el nudo gordiano que resuelve Alejandro con su espada. Lo que no se desata se corta, dijo, dando fin al debate. Con el pasado que cambia en función de las gafas que te pongas para observarlo, al que se refiere Sergio del Molino, ocurre lo mismo. Cuando dejemos de hacer juicios sobre él habremos terminado con el problema. Mientras tanto no cabe otra conclusión que la de que hay alguien interesado en que las cosas continúen siendo así, para seguir entregando cada cierto tiempo el tributo en sangre al monstruo que nos devora. Ni más ni menos.

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