Dicen que la mentira tiene las patas cortas, pero con una frecuencia alta de zancada, o sea, dando rápido muchos pequeños pasos, se puede llegar muy lejos en poco tiempo. La ciencia que mejor ha explorado y explotado esta obviedad ha sido la política. Pero hoy es uno de agosto, y mis lectores más pertinaces recordarán que durante algunas semanas cada verano me impongo en esta columna un tratamiento severo de desintoxicación. Nada de política, aunque la mentira sea una mancha de aceite que termina por pringarlo todo.
Por ejemplo, la ciencia ambiental nos explicó los beneficios del reciclaje de residuos, y la necesidad de alargar el ciclo de vida de los materiales porque los recursos naturales son limitados. Pero alguien agarró un micrófono en un mitin y dijo que además ahorraríamos dinero. Es falso. Reciclar es necesario, pero caro. Nada hay más barato que depositar el desperdicio en un vertedero, como se ha venido haciendo desde que un par de siglos atrás -no mucho más- se prohibiera en las ciudades lanzar la mierda por las ventanas.
Luego llegaron las energías renovables, y de nuevo la ciencia ofreció los argumentos necesarios para apostar por ellas desde una visión responsable del futuro de nuestro planeta. De nuevo alguien se subió a un púlpito para recordarnos que el sol y el viento siempre han estado ahí, que no son de nadie, y que por tanto bajaría la factura de la luz. En realidad sabíamos que el sol no siempre está ahí, porque tiene la manía de esconderse de noche, cuando no se ve y hace más frío. Y vientos como la tramontana nos vuelven locos porque soplan fuerte, sí, pero cuando ellos quieren.
Sucedió lo mismo con los derechos de los animales. En una sociedad desarrollada, la manera en que las personas se relacionan con los demás seres vivos marca a menudo el grado de civismo colectivo. Pero a alguien se le ocurrió montar un partido e irrumpieron las mentiras. Los animalistas de salón también han cogido un megáfono para decirles a los que dependen de la supervivencia de ciertas especies qué tienen que hacer para ser considerados ciudadanos civilizados.
El arte, el verdadero arte, siempre se conecta a la verdad, a alguna verdad, aunque no siempre coincida con la del artista. Justo ahí radica la belleza y el valor de una obra. Cuando surge la ocasión me gusta visitar los estudios donde trabajan, conversar con ellos, escucharlos, porque si esa verdad existe, aparece. Se descubre con facilidad, como también se detecta rápido la impostura. Abunda tanto la farsa en muchas de las novísimas galerías de arte contemporáneo que más parecen una evolución sofisticada de las tiendas de souvenirs de toda la vida.
Como uno en sus visitas llega donde llega, también veo documentales sobre artistas consagrados, o leo sus entrevistas, porque muestran el camino para entrar en su mundo y encontrar alguna verdad. La semana pasada Borja Hermoso publicó en El País un magnífico reportaje sobre Miquel Barceló, acompañando al artista mallorquín en su visita a Sa Rabassa, su taller en Vilafranca.
La actividad allí gira en torno a una antigua acequia, una piscina seca y oscura donde el genio de Felanitx va depositando los materiales que le sobran. O sea, un vertedero. El tiempo, a veces décadas, es el que termina encajando alguno de esos deshechos en sus nuevas obras. Es solo cuestión de esperar. Siendo uno de los artistas vivos más cotizados del mundo no parece que recicle para ahorrar.
Un pájaro en vuelo suelta una cagada sobre la acequia, y al poco el excremento seco otorga una pátina única a un trozo cualquiera de cerámica abandonado. El mundo animal y vegetal teje la malla que sujeta gran parte de la obra de Barceló. En la entrevista Barceló afirma que le gustan los toros, y se niega a tener que justificarlo. Se declara animalista porque cría animales en su casa. Los mantiene, los cuida y a veces se los come: “proteger a los animales, como he hecho yo toda mi vida, implica ser capaz de matarlos de vez en cuando”.
El precio que se paga hoy por apartarse del discurso establecido está subiendo a la misma velocidad que el de la energía. Pero Barceló tiene crédito de sobra para afrontarlo. Gracias a Dios lo hace, incluso enfrentando a la izquierda más reaccionaria que no se atreve con él, un artista universal.