No sé si será “mentar la soga en casa del ahorcado” la idea que me trae hoy a este espacio de encuentro con los lectores. Pero ayer tuve sobre la mesa de mi despacho, frente a unos jóvenes que deseaban celebrar el matrimonio, un sobre con sus capitulaciones. Separación de bienes ante notario.
Pensaba que es la misma experiencia que le ocurre a quienes firman delante del director de la sucursal bancaria su crédito hipotecario. Tiene una ilusión tremenda porque va a adquirir una propiedad, vivienda o negocio, y ve sobre la mesa un seguro de vida. Algo nos avisa de que la ilusión tiene unos límites reales y que en esa casa que adquieres puede que te mueras y, evidentemente, el banco hace previsiones y prevenciones.
En el diálogo sentí el alivio que se siente cuando se descubre que la finalidad no era el posible fracaso matrimonial, sino el deseo de que la persona amada no sufra las consecuencias de los posibles errores de una de las partes. Bueno, todo tiene su lado positivo y todo esconde una bondad oculta entre las ramas de las aparentes zarzas. Demos por bueno que el pulpo es el mejor amigo del hombre en calidad de animal de compañía, como el marketing comercial nos ha enseñado.
No imagino a los tíos de un recién nacido regalar a los papás del bebé, en un sobre, un seguro de decesos para el recién nacido. No solemos tener tanta previsión. Seguramente será un regalo útil que, evidentemente, necesitará algún día, pero la esperanza nos sitúa en otra opción vital cuando celebramos la vida. Renunciar a exigirte algo si nuestro deseo de morir queriéndonos se frustra puede ser un acto de amor, pero no nos resulta fácil verlo en la zaguán de la entrada al hotel de la luna de miel. Preferimos imaginar que el fracaso puede evitarse generando resolución de los conflictos que puedan surgir.
No podemos evitar estar en el corazón de una cultura divorcista en la que el final de la convivencia es una posibilidad bastante extendida entre los amigos y conocidos. Cuánta razón tiene Francisco de invitar a repetir diariamente, si se quiere envejecer con la otra persona, “por favor, gracias y perdón”, como palabras que se usan a diario en la mutua relación. Es el trabajo duro de organizar la esperanza, de promover el amor y de creer en la naturaleza humana.
El brillo de los ajos de aquella pareja me empujó a decirles que aquel documento lo guardaran en el rincón en el que casi se olvida lo guardado. En el fondo del cajón de la memoria a largo plaza. Allí, donde la tentación no sea capaz de encontrarlo porque está sin querer estar. Y así me dijeron que lo harían. Porque no es duda mutua lo que sienten, sino amor mutuo y verdadero. Así serán bendecidos, pues.
No podemos renunciar al final feliz de las historias que construimos. Ya se sabe que no hay biografías lineales y que todos somos vulnerables y falibles. Pero no podemos renunciar a la esperanza. Una sociedad sin esperanza se ahoga por preventiva. Y si no hay peligro, lo inventa para mantenerse despierta.
En el fondo del baúl las capitulaciones; en el cajón de los calcetines la esperanza.