Desde el primer día el espectáculo del volcán en La Palma escupiendo magma tuvo algo de hipnótico. Sobre todo de noche, cuando esa lava naranja incendia la oscuridad creando un contraste lumínico asombroso. Parece una de esas secuencias que crean por ordenador los fabricantes de televisiones para mostrarnos la definición de sus pantallas. Pero son imágenes reales, sin filtros ni saturación artificial de colores.
El Apocalipsis de un gran terremoto dura unos minutos. A veces son solo segundos en los que se parte el suelo engullendo edificios enteros. Por eso hoy, cuando esa boca de Cumbre Vieja lleva cuatro semanas vomitando sin parar materia incandescente, a mi me surge una pregunta: ¿cómo puede albergar la Tierra tanta energía destructiva en su interior? ¿cómo es capaz de administrar todo ese caos a cámara lenta? En un volcán es todo tan imprevisible que hoy a los palmeros les da más miedo el silencio momentáneo que ese rugir lejano y monótono que han ido incorporando a sus vidas el último mes.
Lo habitual es asociar el silencio a la paz interior, o al menos al descanso. Pero también existe un silencio relacionado con la incomodidad, o provocado por el temor a la palabra. Evocamos a menudo la calma que sigue a la tempestad, pero también hay una atmósfera densa, cargada de electricidad, que precede al primer rayo. El jueves pasado se estrenó el documental Bajo el Silencio, de Iñaki Arteta, y para mí fue un relámpago capaz de iluminar durante dos horas y media la miseria moral de una parte no menor de la sociedad vasca. Da mucha pena escribir esto siendo vasco.
El jueves que viene se cumplirán diez años del anuncio de ETA del “cese definitivo” de su actividad armada -léase tiros en la nuca y coches bomba- en favor de la independencia de Euskal Herria. Como ha dejado escrito hace unos días el socialista Ramón Jáuregui en un artículo en El País, una de las mayores falacias de los últimos tiempos es afirmar que la sociedad vasca derrotó a ETA. Por desgracia, ETA cerró su chiringuito sangriento sometida a una presión policial insoportable, agujereada su estructura por confidentes y asfixiada financieramente por la ilegalización de Batasuna. Es cierto que el hastío social se multiplicó después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, pero hay que recordar que ETA siempre se pasó por el forro la opinión de la mayoría de vascos.
En el documental de Arteta el independentismo radical vasco habla mucho, y se le entiende todo. Son palabras reales, sin filtros, como la erupción de Cumbre Vieja. Imparten doctrina democrática asesinos no arrepentidos con una verborrea alucinada que mezcla la Teología de la Liberación con balas en la cabeza, por ejemplo. Un director de ikastola -hombre leído se supone- compara Gernika con Hiroshima, y se ofende con el entrevistador cuando le pregunta si algunos no han mitificado las 126 víctimas del bombardeo nazi para justificar los 853 asesinatos de ETA que comenzaron tres décadas más tarde.
Los etarras que sacan pecho al salir de las cárceles justifican no pedir perdón a las víctimas porque el perdón es un concepto religioso no aplicable en “política”. Entonces sale el cura de Lemona, un hombre de fe, y dice que entonar el “mea culpa” no ayuda a avanzar. Ya digo que se entiende todo.
Tras la tragedia del terrorismo de ETA estamos perpetuando una gigantesca farsa que permite a un joven de 21 años afirmar muy serio que el euskera sigue reprimido. Y que si algunos tenían que llevar escolta por la calle sería por algo. A las puertas de un instituto en Vitoria preguntan a bachilleres si podrían identificar algún atentado de ETA y solo les suena el de Carrero Blanco, un hombre que voló por los aires 25 años antes que ellos nacieran.
“De eso no te voy a hablar”. Y sonríe. A veces los silencios son más elocuentes que las palabras. Ahora que llevamos diez años sin muertos, Bajo el Silencio ayuda a entender cómo transcurre la vida sobre el volcán de odio que ha construido y alimentado durante décadas la izquierda abertzale. Un magma que sigue ahí, hirviente y satisfecho de lo que provocó duramente medio siglo de terror como “factor catalizador” del proyecto de construcción nacional, y tal y tal.
En Cumbre Vieja no queda más que esperar. No hay nada que hacer hasta que las fuerzas de la naturaleza decidan darnos algo de paz. No es así en el volcán vasco, donde se puede y se debe echar agua al cráter humeante, deslegitimando a quienes mantienen vivo el rescoldo de la violencia y la intimidación al adversario político. Ese agua, que es lo contrario al silencio social, debería servir para apagar odios, no para lavar almas sucias.