Menos mal que todavía hay gente solvente que me sitúa, casi sin decir nada, en el sitio que me corresponde, que no es muy meritorio, por cierto.
Esta vez la encargada fue una señora, más o menos de mi edad, que estuvo sentada, casi sin mover un músculo de su cuerpo, los tres cuartos de hora en que su esposo se sometía a una intervención.
Atenta a lo que sucedía, acompañante, solidaria, se limitaba a escuchar un monólogo parecido a los que acostumbro a utilizar para profundizar la acción de los anestésicos: pesado, reiterativo, intrascendente.
En el trabajo, como si me conectase a una musa que me inspira necedades, soy capaz de hablar de plásticos, vacunas, cambio climático, medicina, salud, cuadros, nubes, de cualquier cosa, como si supiera, igual que un erudito de pacotilla, seguro de no ser contradicho, porque lo normal es que mi interlocutor me observe con la boca abierta.
A veces los ojos son capaces de expresar cierta disconformidad, pero yo hago de cuenta que no los veo, porque mi atención está centrada en lo que debo cortar, quitar o controlar.
Nunca me quedo corto en las exposiciones, la mayoría de las veces me paso de largo, porque salpimiento el discurso con denuncias, chistes, insultos, maldiciones, risas. Varias veces me dijeron que en vez de cirujano parezco una radio, pero yo me lo tomo como una crítica constructiva.
El límite, el punto de ruptura, el momento en el que tengo que empezar a bajar los decibelios, está habitualmente indicado por los auxiliares, que sin ninguna clase de disimulo comienzan a bostezar o a hacer gestos que expresan a las claras el pensamiento que traducen: “menuda pesadez, por qué no se callará de una vez.”
Disimulo no recibir las advertencias, nada consigue doblegar mi dialéctica, si es que se puede llamar así a esa verborrea.
Y en eso estaba, en el centro de un alegato, empeñado en hablar de la familia y de los nietos, 5, que estaban reunidos en casa. Criticaba que cuando ellos entraban, a mí me daba ganas de salir, que no me llevaba bien con ellos, que me sentía mal abuelo porque no encontraba la paciencia, que estaba todo el día diciéndoles lo que no podían hacer, que sacaran los pies de allí, que no pisaran allá. Quizás por eso le tenía envidia a unos amigos y a mi consuegro, que parecían buenos abuelos, acompañando a los chicos, al club, al baloncesto, a pasear, a los parques, a comer, y que yo era incapaz de realizar todas esas actividades. En fin, le confesaba a mi paciente que no había nacido para ser abuelo, y que por eso, con toda razón, mis nietos sentían el mismo afecto por mí, que el mío por ellos, A modo de conclusión, me defendía de los reproches argumentando que eso seguramente pasaba porque me comparaban con otros abuelos, complacientes, consentidores.
Parecía motivado en darme cuerda, para justificar el mal concepto de mis nietos hacia mí, al tiempo que aseguraba que no estaba dispuesto a cambiar, porque si en algo destaco, además de ser charlatán, es de poseer una obstinación tamaño XXL.
En un momento determinado, un asistente que entró al gabinete a dejar unos instrumentos dijo algo que no me gustó nada: “Debería ser un poco más comprensivo, debería ser un poco más cariñoso, debería…”
“¡Qué debería ni debería!”, le interrumpí, “¡el que debería es usted, y es no opinar!”
No necesitaba percepciones extrasensoriales para darme cuenta de que no le gustó nada mi arrebato, se marchó mirando el suelo, pero antes estuvo hablando con la señora, que hasta ese momento no había dicho una sola palabra. No supe lo que se dijeron, lo sabría más tarde.
Cuando terminé con los puntos de sutura, y tras las indicaciones oportunas, expliqué a la señora que antes de la noche llamarían para preguntar cómo evolucionaba su marido. Pareció importarle poco, al preguntar si tenía dudas me dijo que ninguna, pero antes de marcharse la escuché: “Le he mandado a su asistente un mensaje para usted. Me ha sorprendido escucharlo, la verdad. Me gustaría que leyera lo que escribió mi nieta, para que sepa lo que se está perdiendo.”
Esto fue lo que recibí, no le he cambiado ni una sola letra, no agregué ni una sola coma: “Hay personas que son importantes en la vida de otras, yo tengo las mías y vosotros tendréis las vuestras.
Hace doce años que he empezado a vivir y durante este tiempo he sentido muchas emociones, alegría, tristeza, enfado, miedo, envidias, amor, etc. ¡Amor! Esta última es la mejor con diferencia, es compleja y puede tener varios significados.
Hoy os voy a hablar sobre un amor muy concreto entre un abuelo y su nieta. Estoy segura de que queréis muchísimo a vuestro abuelo. Para mí es una de las personas más importantes de mi vida, os preguntaréis a qué viene tanto amor, pues yo os digo que mi abuelo, seguramente al igual que el vuestro, ha influido en mí con muchos aspectos positivos, es un hombre al que cualquiera, si la conoce muy bien admiraría.
Me ha enseñado tantas cosas. Yo no estaría escribiendo esto si no fuera por él, ni lo haría de esta manera. Él me ha enseñado el arte que tiene con las palabras a la hora de escribir, su forma exagerada y culta de hablar, y sobre todo ha sabido jugar con mis emociones de una gran manera, haciéndose el fuerte cuando por dentro es sensible, quitándole importancia a las cosas que en realidad le importan y sobre todo me ha hecho mejor persona, en fin es perfecto tal y como es.
Estoy segura de que vosotros tendréis una persona así en vuestras vidas o más de una, yo tengo varias, pero hoy me apetecía hablar sobre él y estoy segura de que cuando lea esto detrás de esa apariencia seria saldrá una sonrisa discreta, pero que transmita que le ha gustado y si no le parece lo suficientemente bueno para compartirlo me conformaré con que se lo guarde y lo disfrute él solo.”
No conozco el nombre de la niña, pero seguro que su significado debe ser aquel que la señala como llena de gracia. ¡Maldito abuelo!, ¡tendré que replantearme algunas cosas!