La Laguna es una ciudad en medio de un llano. Está rodeada de montañas y no se ve el mar. Tiene que salir del círculo para poderlo mirar, y por eso no siente la necesidad de escaparse del aprisionamiento propio de las islas. Se mira a sí misma y ya está. Se encuentra llena de iglesias para ateos, que son los que más las saben apreciar. Hay librerías y bares, y museos en donde la isla ha hecho el reservorio para guardar sus curiosidades. No me interesa demasiado ese empeño en congelar a los recuerdos. Casi siempre tienden a crear una imagen interesada y falsa de la realidad. Mucha gente sale a trotar por los alrededores, a descansar del idilio que le ofrecen las calles y soñar con un príncipe azul que baja del monte, pero no es tan azul ni tan romántico, porque viene cargado de ácaros que atenazan los pulmones de los asmáticos.
Yo tenía una tía a la que le daban golpes de tos con frecuencia y lo resolvía con tisanas a falta de Ventolín. Dicen que el Ventolín coloca y te tiene todo el día acelerado. Yo no tengo ese problema, pero si quiero estar tan activo como ellos me tengo que atiborrar de café. Así que me hago varios al día para poder sentarme concentrado a escribir tonterías en el ordenador.
La Laguna no tiene ninguna culpa de esto, pero ayuda bastante. También invita a amar de una manera serena y pausada. Nos dábamos larguísimos besos frente a un trigal que ya no existe. Cada vez que paso por allí se me estremece el alma al pensar que ya no disponemos de un rincón donde refugiarnos. El mundo anda muy ajetreado. Por eso La Laguna es un sitio para la evocación de lo que ya fue.
Cuando era niño me gustaba que me contaran historias de lo que había pasado antes. Ahora las colecciono y añado nuevas para enriquecer a mi memoria. El recuerdo tiene la ventaja de hacer que no desaparezca la belleza de las cosas que has amado. Siempre estarán ahí, permaneciendo iguales, sin que se altere lo auténtico que hay en ellas. Niego al tango. La vida no es un soplo, y veinte años son más que nada. Al menos en esta ciudad sin prisas hay tiempo de saborear todo lo que te ofrece, y, mientras más tarde en pasar, más formas diversas tienes de contemplarlo.
Hay tres torres con un reloj cada una. Nunca están de acuerdo, y eso es bueno porque se pueden vivir varios tiempos a la vez. La gente no se embronca dado que el ambiente calmado no se lo permite. Ahora no hay coches y parece que el guirigay que había antes se ha ensordecido. Recuerdo a la calle de Herradores, en la que viví de niño, como un hervidero industrial y ruidoso que alteraba al silencio con el trajinar del tranvía sobre los raíles, con el golpear de los martillos de los zapateros o los latoneros, con los gritos de un profesor que daba sus clases con las ventanas abiertas de par en par, o con la descarga del grano de los camiones para dormir el sueño en los almacenes del estraperlo.
Hoy se ha tornado en un murmullo de conversaciones y en el taconeo de los viandantes. Ahora está más cargadita de bombo, aunque no lo parezca. Hace años publiqué un libro sobre esta ciudad. No es una guía, ni una representación teatralizada para divertir a los turistas. Es como yo la veo. Una confesión sincera de mis recuerdos, igual que cuando Pamuk habla de Estambul, salvando las distancias. Creo que posee el mismo carácter melancólico. La Laguna tiene la hermosura de poder sacar a pasear a lo que se está apolillando en los desvanes, como los pájaros disecados que hay en el Instituto o las máquinas que sirvieron para educar a don Blas Cabrera en los principios de la electricidad y el magnetismo.
Un caballero de la plaza del Adelantado, que estaba medio chalado, se hacía acompañar de su doble todos los días para comprobar si la gente tenía la capacidad de distinguirlos. Era una broma infinita, igual que el título de Foster Wallace. Había nacido en Filipinas y traía la magia de las babailanas prendida a los bolsillos desvarados de sus chaquetas de dril. Todo esto me lo ofrece La Laguna. Cuando quieras volvemos a dar un paseo para poder seguir teniéndola presente.