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La Gomera vista con los ojos del recuerdo

Por José Luis Azzollini García
lunes 22 de enero de 2024, 10:54h

La primera vez que viajé a la isla colombina, tenía unos dieciséis años -ahora, mi “cuenta-años” marca sesenta y cinco-. Es verdad que han pasado unos cuantos lustros, pero como la memoria es de esas cosas que aún mantengo intactas, lo que me permitirá traer a estas líneas, las experiencias que allí viví.

Para empezar, mencionaré que mis lazos con La Gomera, se remontan a mis antepasados, pues mi abuelo materno y toda su familia, provenían de esta isla. Vivieron su niñez e infancia en el caserío de “Trincheras”, sito en el Municipio de “Alajeró”. ¿Quién les hubiera dicho, a mi abuelo y hermanos, que su pueblo ostentaría hasta un aeropuerto cuando decidieron abandonar la isla para probar suerte en Cuba? ¿Qué hubieran hecho si en lugar de emigrar, se hubieran quedado y comprobado que uno de los excelentes complejos hoteleros y campo de golf de nuestras islas, se enclavan en el municipio que les vio partir? Imagino que cuando las necesidades aprietan, y seguro que apretaban, las decisiones que se toman no permiten mirar hacia atrás y no pueden hacerlo; tampoco facilitan la mirada hacia delante por estar, ese horizonte, dominado por un negro absoluto. Esa fue, sin saberlo, mi primera experiencia en la Gomera. Obviamente de ella solo recuerdo, lo que me comentaba la familia. Mi abuelo, con quien conviví un tiempo, no era un hombre excesivamente hablador y menos con un niño de no más de diez años. Pero Llegué a amar a aquella isla sin darme casi ni cuenta que lo hacía. Si todos los gomeros eran como mi abuelo, la isla debería ser un espacio de sabiduría natural más que interesante.

La siguiente vez que tuve contacto con la isla colombina, fue a esos magníficos dieciséis añitos que he comentado al principio. Me dirigía a “Agulo”, lugar magnífico en el norte de la isla, donde me esperaban unos amigos de la familia para pasar unos días. Al llegar al puerto de San Sebastián, tomé un micro que me llevaría por un buen montón de curvas, a mi destino. En aquél vehículo, el idioma que se hablaba, me costaba traducirlo. No se lleven a engaño, no iban silbando, ni tampoco me colé en el transporte de los miembros de la R.A.E. de la Lengua; sino que, todo lo que allí se hablaba, tenía un nivel léxico tan alto que siendo yo estudiante de sexto de bachiller, me costaba seguirles. Señores responsables de colegios, pongan mucho interés en la educación de los menores. En la mía, se mostraban carencias importantes en el uso del diccionario. ¡En aquel transporte cada cosa tenía su nombre correcto!

Agulo es un pequeño pueblo entre Hermigua y Las Rozas, que reúne cualidades como para quedarse a vivir allí de forma permanente. ¡Toda la Gomera respira el mismo ambiente! En este pueblo, viví momentos magníficos, pues la casa en la que me hospedaba -un caserón detrás de la Iglesia- mantenía un aspecto de antigua casa solariega canaria, con pisos y techos de madera que crujían al transitar por ellos. Un pasillo con ventanas permitía divisar la inmensidad del mar y ver el pequeño estanque que tenía la casa y que hacía de piscina. Los paseos por la noche, y las visitas a los bares del lugar, iban completando una estancia que difícilmente se podría olvidar.

Cerca de ese rincón gomero, en “Las Rozas”, tuve la oportunidad de conocer una auténtica fiesta donde poco espacio quedaba para elecciones de reinas, ni grandes artistas invitados. Lo que allí encontré, fue la oportunidad de bailar, por primera vez, el baile del tambor. La gente se iba turnando, entrando y saliendo de la cola que se formaba en la danza, mientras unos tocadores y cantadores, iban dando lo mejor de sí, para amenizar aquella fiesta que tampoco olvidaré. ¡Con qué poco gasto se organiza una magnífica fiesta!

Después de esa escapada de juventud, tuve ocasión de regresar a ese pequeño paraíso que para mí supone La Gomera. Visitas que se produjeron en varios y distintos momentos; el primero fue dentro del grupo de los “catalanes” -que así era conocida mi empresa- y en esa visita, construimos un complejo de apartamento en Valle de Gran Rey, lo que me permitió vivir de cerca todo lo que se iba desarrollando en ese entorno, turísticamente hablando. Después de esos momentos y pasados unos años, regresé a la gomero y fue a un puesto de trabajo que me presenté para el rincón llamado “El Cabrito”, donde un grupo de gente acostumbrada a la vida en comuna, deseaba poner en marcha una organización más profesional y atraer así, a un turismo organizado pero amante de la naturaleza. La verdad, no creo que de haber sido elegido -que no lo fui- hubiese aguantado mucho allí; pero tenía que acudir pues pasaba por un momento un tanto precario de trabajo. Afortunadamente, un gran amigo me facilitó la posibilidad de entrar a formar parte la compañía Fred Olsen y así me pude enrolar en su buque insignia hotelero como es el Hotel Jardín Tecina, situado en “Playa Santiago”, que pertenecía al mismo municipio de mis antepasados. Les puedo decir que, aunque corta -solo duró seis meses-, la experiencia fue increíble. Y, la gente que allí conocí, fue de lo mejorcito que he tenido bajo mi responsabilidad laboral. Gente dispuesta a aprender y a desarrollar sus cualidades, más allá de lo que la propia compañía les permitía. Fue una etapa de mi vida laboral que llevaré en mi memoria como si fuera -lo es- un auténtico tesoro. Como lo fue también el lugar donde la compañía, dispuso que viviera: una casa habilitada y bien preparada, sobre la “playa de Tapahuga”. Desde allí, se divisaba el Teide majestuoso y en ocasiones a los delfines -o toninas- a su paso por el mar que rodea a la isla. ¿No les parece un paraíso? A mí me lo parecía, y cuando lo recuerdo, me lo sigue pareciendo. Tuve la ocasión de disfrutar de la romería de San Roque, a la que menos mal, no fui con el traje de mago, pues hubiese hecho el ridículo más estrepitoso, al ser una fiesta de pescadores organizada por ellos y para disfrutar de ese ambiente. ¡Bañador, camiseta, chanclas, sardinas asadas y muchas ganas de divertirse!

En el hotel, también aprendí a conocer que a los gomeros, no hay que andarles con mucho rodeo a la hora de hablar con ellos. Si quieres que te hagan una cosa, simplemente pídelo con cortesía y ve directamente al grano. Lo de andar dando rodeos y adornando la frase para conseguir una mejor comprensión de lo que deseas exponer, es pura y llanamente, un auténtica pérdida de tiempo. El gomero es mucho más sencillo que todo eso y a las cosas las llama por su nombre. Lo que viene siendo: “al pan, pan y al vino, vino

Las siguientes veces que tuve contacto con la isla fue junto a amigos, disfrutábamos del magnífico y espectáculo visual que supone el “Valle de Gran Rey”, con su dos montañas guardianas: Teguerguenche y La Mérica. Dos impresionantes castillos que le dan forma al Valle. De hecho la isla entera se completa con infinidad de lomas, degolladas, valles y barrancos. Todo ello le confiere una orografía que permite entender perfectamente esa forma de comunicarse a través del lenguaje silbado (Patrimonio Cultural Inmaterial de La Humanidad -UNESCO-). También he vuelto, con mi esposa, al hotel en el que estuve poco tiempo, pero en que hice buenos amigos. Y cada vez que tengo oportunidad vuelvo, tirando de recuerdos maravillosos, como en esta ocasión.

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