La gente de mi edad se pone una corbata para ir a los actos de homenaje. Es como asistir a la jubilación, al recuento final, al agotamiento de todas las reseñas, porque a partir de ahí ya no habrá nada. El homenaje es la función de cierre, por eso les digo a los que esperan impacientes que les llegue, que procuren dilatarlo lo más posible. Los homenajes no son buenos para la salud. Hay gente que ha vivido de ese protocolo engañoso y otros que han ido asesinando a sus más próximos competidores haciéndoles el jubileo por adelantado. No hay nada peor que retirarse con unos cuantos nombramientos que solo se pueden disfrutar en la vanidad íntima.
Domingo de Laguna tenía fama de aniquilar a las personas que entrevistaba. No era por lo tedioso de sus inquisiciones sino porque los cogía ya en los momentos donde no había nada aprovechable. Recibir un homenaje es dejar de hacer, reconocer que has desaparecido de la lista de los activos para pasar a formar parte de los que nunca van a llamar a la guerra, de los que ya no son necesarios sino para figurar en un pergamino. El mayor homenaje a la vida es poder seguir disfrutando de ella, continuar siendo útil, que los demás piensen que lo mejor de ti está por llegar.
La gente de mi edad se pone una corbata para ir a estos actos, cuando ya nadie se la pone ni para asistir a un entierro. La gente como yo tenemos varias corbatas en el armario por si acaso, por si algún día tenemos que ir a un homenaje, para no desentonar, para intentar seguir siendo anacrónicos, en busca del pasado, como Marcel Proust. Mejor no abandonarse, hacer gimnasia cada mañana y sentarse después frente al ordenador para escribir algo. Es una limpieza recomendable pasar el plumero por las estanterías del cerebro a ver qué sale.
Hoy he estado leyendo una introducción de “Un amor de Swan”. Es un ejemplar que mi hijo se dejó en la mesilla de noche. Está subrayado y tiene algunas notas al margen. He descubierto algunos detalles sobre la escritura, pero, sobre todo, que la crítica es un género, frecuentemente laudatorio con el que se intenta cerrar un ciclo con una opinión, más o menos como los discursos de los homenajes. Prefiero leer el libro y formarme mi propio juicio con las sensaciones que me provoca. A veces tenemos que recurrir a que alguien nos preste también la emotividad de nuestras experiencias. Aceptamos que el mundo está hecho así. Un compañero me contó algo sobre un poeta que se vestía de gala, se ponía la corbata para ponerse a escribir de pie frente a un atril. Hacía de sochantre ante el facistol mientras que los homenajeados roncaban durmiendo la siesta.
Esta mañana visité a un amigo de toda la vida al que aprecio. Sigue trabajando igual que el día que lo conocí. Sabe que cuando reciba un homenaje dejará de hacer lo que nadie puede hacer por él. No lo veo yo con méritos para que lo hagan hijo adoptivo de nada, ni le pongan su nombre a una plaza, ni le den una medalla. Todavía es necesario. Aún no ha pasado a ser un desecho. No es un escritor, es un constructor, y, haciendo un repaso, ha dado trabajo a miles de personas, ha construido edificios donde la gente sobrevive, ha colaborado a generar vida. Solo una vez lo vi con la corbata puesta. Le acompañé a recibir un premio que en realidad era uno de esos fraudes para darle lustre a las empresas. No lo recogimos. Nos quitamos la corbata y nos fuimos a cenar a uno de los mejores restaurantes. A partir de entonces no me fío un pelo de los homenajes.