El rey es más alto que yo. Me saca unos 20 centímetros. Pedro Sánchez también, así que no puedo considerarme a la altura de ninguno de los dos. Hace unos 30 años lo saludé, siendo príncipe, en una visita que hizo al Ayuntamiento de La Laguna. Estábamos los miembros de la Corporación bajo los soportales y él nos fue dando la mano uno a uno, tomados de uno en uno como dice José Agustín Goytisolo. En realidad se trataba de un acto colectivo aparentemente individualizado. Ahora caigo en cómo son las relaciones con la corona, una representación colectiva de algo que se puede palpar y darle la mano, incluso, con un poco de habilidad, robarle el reloj.
El rey es eso en tanto lo dice la Constitución. Si no, sería otra cosa: un tirano absolutista, un déspota, algo parecido a un dictador. La única ventaja que tiene la monarquía parlamentaria es esa. Un presidente puede convertirse en un autarca, en un prepotente soberbio e intolerante; un rey no. Un rey debe respetar esa posición de neutralidad donde la función de arbitraje está muy limitada. Quizá por eso me gusta el rey; o, mejor dicho, me gusta este rey. Los republicanos tienden a denostarlo aunque lo estiman a un cincuenta por ciento porque con su matrimonio aporta a su descendencia sangre que no tiene carácter hereditario. Su heredera es una chica que ahora se viste de soldado. A las mujeres le gusta verla desfilar. Me imagino que a todas no, pero sí a una gran mayoría.
Hoy es el aniversario de Felipe VI. En realidad es que cuando lo conocí era un muchacho al que la historia había colocado en un lugar preponderante del que no se podía escapar. Supongo que esa posición tendría muchos pretendientes, sobre todo al ser vitalicia, y eso precisamente provocaría luchas terribles para conseguirlo. Ya lo es para ser presidente, así que imaginen cómo sería para ser un rey durante toda la vida. Tampoco es cierto que un rey vaya a disfrutar eternamente de su condición. Son muchos los que se tienen que ir al exilio y otros tantos a los que les cortan la cabeza como pide Willy Toledo.
En fin, empecé diciendo que el rey, la corona, representa a una colectividad, eso que se llama soberanía nacional. Y lo es porque así fue plebiscitado en un texto constitucional y su interinidad depende de la interinidad de ese texto. Hace unos días salieron a la calle cuatro mil personas para ahorcar monigotes con su figura. No eran muchos, es cierto, pero representan un deseo oculto que parece dormido por la conveniencia de silenciarlo. Hay lugares en España donde no se le puede nombrar y ahora se han convertido en el eje imprescindible para la gobernabilidad del país.
En esta situación, al rey hay que dejarlo en la trastienda para que no se subleve el personal y ponga en pie las ofensas recibidas después de su discurso tras el intento de Golpe de Estado en Cataluña. ¿Qué podía haber dicho que no estuviera en sus funciones de salvaguarda de la unidad constitucional? ¿Qué habría pasado si se hubiera callado? Mi suegro era delegado de Iberia en la Costa del Sol. Un día le dijo a un conductor que iba a buscar a los ministros al aeropuerto: “Usted nunca cambia, a pesar de que las autoridades no sean las mismas”, y el otro le respondió: “Es que yo soy de plantilla”.