En esta ocasión me gustaría invitar al lector a un paseo por el sur de la isla de Tenerife. Tomar la carretera general del sur, con la paciencia necesaria que calme los estómagos más débiles, les llevará hasta el Río de Arico. Cuando niño, la recorrí y aún recuerdo las paradas casi necesarias: la primera en Güímar, para tomar el café con leche que más tarde el trazado de aquel recorrido, se encargaría de sacar de tu cuerpo, en una segunda parada, como si de un “Alien” se tratara. Esa otra detención de la guagua se pedía, según necesidad, al conductor quien, sin rechistar, atendía la petición como si se pidiera para una parada oficial. Hoy en día, se puede acceder desde la autovía que discurre paralela al mar, pero esta forma de llegar al pueblo del que hablo es mucho menos atractiva por más rápida que sea. Mi recomendación es que, siempre que tengan tiempo y ganas de empaparse de lo sureño, usen la vía superior aunque se llenen de curvas; un paisaje de barrancos, laderas y fincas, les acompañará todo el viaje.
¡El Río de Arico es un pueblo! por mucho que, municipalmente, se considere un barrio de la Villa de Arico. Es un pueblo, porque su gente se siente como parte integrante de esa condición. Llegué a conocerle un Alcalde, Don Román, que tal vez lo fuera en calidad de “alcalde pedáneo”. Por tener tiene hasta dos plazas. La de arriba alberga la Iglesia y la sacristía, además de una gran Araucaria que podía ser vista desde kilómetros de distancia. Recuerdo que en ella se subía Rodolfo, en tiempo de fiestas, para colocar la bandera de España en su copa. Él era el único que se atrevía, y seguramente fuera porque “iba por libre”. Él era también, quien por las fecha de San Bartolomé -cada 24 de agosto-, se hacía dueño de las campanas del templo para hacer, con ellas, tal alarde de repique que pasados los años, parecen resonar por las fiestas, aunque no sea él quien esté allí. ¡Que entusiasmo le imprimía a aquella llamada! En cuanto se oía el tañido, cada cual salía de sus casas para acudir a misa, como si de un “Toque a Rebato” se tratara. ¡No es guerra, es fiesta! La otra plaza, la de abajo, -entre la una y la otra, discurre un tramo de la carretera general del sur- servía como lugar de reunión de mayores y chiquillería. En fiestas, se instalaba la tarima donde actuaría la orquesta. En esas fechas, esta plaza se llenaba de parejas que, baile tras baile, consumían la noche hasta la madrugada. La vigilancia era de un policía local -el guardia chico- y por supuesto de la pareja de la guardia civil. Los jovencitos –Mingue, Pano, Estevita y yo entre otros-, nos entrelazábamos -a pares- los brazos por encima de los hombros y así contactábamos con las chicas de nuestra edad que ya estaban bailando. -¿Bailan? Si había éxito, se “desenganchaban” y se ponían, cada una, frente del chico con el que deseaban seguir bailando. Si uno bailaba, el otro también. Terminada “la pieza”, cada mochuelo a su nido y vuelta a empezar.
Todo “Don Juan” tenía que disponer de dinero para consumir en los ventorrillos -tollos, huevos duros y un “Seven-up”- y para invitar a las chicas. Me enseñaron que, lo que se deseaba, había que ganárselo y el trabajo, además de entretenimiento, daba buenos dividendos -no siempre, pero casi-, así que... Para ese menester contaba con mi amigo Pano, quien tenía una habilidad impresionante para la recolección de cochinilla. Yo le servía de portador del contenedor en el que se recogía la cosecha. Él con un palo largo que terminaba en un cacharrito hecho con una lata de “Cornebeef” iba recogiendo el bicho de las pencas y lo iba descargando en mi contenedor; hecho del reciclaje de una lata de cinco litros de aceite a la que se le había puesto un alambre trenzado a modo de asa. Cuando se consideraba que la recolección ya no daba para más, nos dirigíamos a la venta de Don Pepe, quien pesaba lo cogido y nos daba las pesetas. Unas veces más que otras. El reparto era siempre a medias. La gente del Río de Arico, nunca fue egoísta ni mucho menos avariciosa. Pano consideraba que cada uno hacía su trabajo y por lo tanto el reparto debía ser así.
Cada día, era distinto al anterior. Allí no había tiempo para el aburrimiento. Por las mañanas había que ayudar en las tareas de la casa. Si Tía Anita -así se llamaba mi querida tía abuela- consideraba que había que pintar las puertas, pues a pintar. No sé cómo lo conseguía, pero ella le daba tal entusiasmo a aquella orden, que convertía, el trabajito, en un juego. Las paredes, se las encargaba a Rodolfo o a otro de los jóvenes del pueblo. Las tardes, eran tiempo de ocio, de aventuras, o para jugar con los magníficos camiones que reciclando maderas y alpargatas, hacían los “manitas” del pueblo. ¡Qué arte! Las noches, eran para contar chistes y estrellas. Jamás he visto un cielo tan lleno de ellas como las que recuerdo del Río de Arico. En fin de semana, tocaba cine en el cercano pueblo de Chimiche. El viaje era, como no, caminando y en grupo numeroso de gente joven. La ida, por las veredas para acortar tanta curvas; el regreso se hacía de noche y siguiendo la carretera general. El conocer el recorrido, era aprovechado por los mayores quienes al salir del cine nos metían miedo advirtiendo de que las pardelas tiraban piedras. ¡Las pardelas! En cuanto comenzábamos el camino de regreso y las escuchábamos, ya nos empezaba un “come-come” por las piernas, que terminaba cuando empezaban a llegar desde arriba -eso creíamos- piedritas que si bien no hacían daño, magnificaban el deseo de terminar con aquel miedo atroz. Todo acababa cuando se oía la voz de alguien mayor, que les amenazaba con hablar con sus respectivos padres.
Ir a alguna finca a recoger cosechas o a sembrar, tenía una doble vertiente. Para los mayores, era su trabajo, pero para nosotros una experiencia nueva. La comida a la sombra de un árbol era un banquete al estilo de “Memoras de África”. La subida a las finchas de la cumbre, solía ser a la grupa de caballo o camello, pero el regreso siempre era a pie, porque los animales volvían cargados de millo o de sacos de lo recolectado.
En el Río de Arico, no habían chalets con piscinas, pero existían tantas charcas que, aquellas, no se necesitaban. Lo único que había que hacer era estar vigilantes, porque el capataz de alguna de aquellas improvisadas piscinas solía aparecer de forma sigilosa para llevarse las ropas de quienes nos bañábamos. La gente del lugar, no usaba bañador. Simplemente se despelotaba y al agua. Más de una vez tuvieron que recorrer las calles del pueblo con las manos tapándose sus atributos. Al día siguiente había bronca, porque la ropa volvía a aparecer pero en las manos de nuestros superiores. ¿Eso nos frenaba? La verdad es que sí, pero solo hasta la siguiente vez. ¡Vuelta a empezar!
Este Río de Arico, ahora, es un pueblo donde la gente se ha hecho mayor y donde muchos de sus habitantes, han marchado a trabajar a las zonas turísticas y/o han formado sus nuevas familias lejos de su entorno. No sale rentable labrar la tierra; es un trabajo duro, por mucho que digan que otras profesiones que también ha dado el pueblo, lo sean más. En el Río de Arico, ya no están cultivadas todas las huertas como antaño. Ya poco se juega al dominó o a la baraja, en Casa Colás. El Río de Arico, se nos va quedando solo en el recuerdo. Ya no se ve a gente pasear por la carretera. ¡Qué recuerdos!