Fue una broma con la que el responsable de unas jornadas de formación celebradas en Madrid nos dejó las primeras horas de la tarde libres, por si “algunos de los presentes tienen que estudiar alemán”. En realidad, nos ofrecía la posibilidad de dormir la siesta.
Más allá de la broma, para quienes el día suele tener más de ocho horas de actividad, laborales o no laborales, la siesta es una herramienta de multiplicación del tiempo. Es como si pudiéramos dividir la jornada y hacer de un día, dos. Habrá detractores o promotores de esta española tradición que han importado, como obligación laboral en las empresas, los japoneses. Se ve que no es tiempo perdido, cuando los que no saben perder el tiempo, la utilizan con estrategia productiva.
Creo que sería capaz de elaborar una conferencia sobre las virtudes psicosociales de la siesta. Nadie puede hablar con mayor claridad y convicción que quien lo hace desde su propia experiencia. Y se nota cuando ha existido o no ha existir ese rato tranquilo de repaso de la lengua teutónica.
Pero ¿por qué esa similitud entre la siesta española y la lengua de la aguerra, según el emperador Carlos V? No tengo ni idea. Tal vez por lo radicalmente opuesto de los asuntos. Porque no creo que se pueda aprender una lengua cualquiera, menos la alemana, sin concentración y atención adecuadas. O, tal vez, porque para dicho empeño se necesite previamente un adecuado descanso. Vaya usted a saber cuál fue el motivo de vincular ambos temas de esta manera jocosa.
Lo cierto es que, personalmente, cuando tengo la dicha de invitar a Morfeo a la sobremesa, suelo repetir, como si todos entendieran la frase y sus motivos, mi intención de estudiar ese idioma europeo. A estas alturas de mi vida, puede que ya sea merecedor de un B2 del alemán de sobremesa.
El Papa Francisco ha popularizado una imagen de San José diferente a las, hasta ahora, conocidas. Dijo que la tenía en su mesilla de noche y se los contó a un grupo de jóvenes con una invitación que hemos escuchado ya bastantes veces: “¡Atrévanse a soñar!” La imagen recoge el momento en el que, en sueños, San José recibió la misión de acoger a María en su casa, o de emigrar a Egipto, o de regresar de allí. La vida del esposo de María estuvo relacionada con sus sueños. Soñar es la expresión de una creatividad más allá de lo corriente que busca horizontes nuevos de posibilidades grandes. De estos sueños enormes y facilitadores todos estamos necesitados.
Es todo lo contrario a la anquilosada afirmación de que “siempre se ha hecho así”. Soñar caminos diferentes es bueno y, evidentemente, se suele colocar en las etapas juveniles de la vida. Como si la edad nos fuera empañando la capacidad de soñar con nuevos caminos, o métodos renovados para conquistar el bien de todos. Hay quienes mantienen la capacidad de soñar en la etapa senescente de la vida. Porque soñar es una actitud vital que nos mantiene espiritualmente jóvenes.
El día en que sea normal que una señora de 79 años presente su tesis doctoral, o que un catedrático de universidad -que ya no necesita presentar sexenios a la Aneca- presente un Proyecto de Innovación al equipo de su área de conocimiento, o que un jubilado presente un proyecto emprendedor a la Cámara de Comercio, estaremos mostrando una sociedad en la que no se ha perdido la capacidad de soñar.
Una sociedad a la que le gusta “el estudio del alemán”.