La muerte tiene siempre el rostro velado y no nos deja ver su sonrisa. La imaginamos fea y tapándose la cara; la suponemos oscura y triste. Debe ser que estamos hechos para la vida y truncar ese sueño natural contradice la realidad interior de todos. No importa que sea a los noventa o a los cien; siempre es temprano el morir. Ayer enterramos a un hermano, a don Prudencio Redondo Camarero. Estaba a punto de cumplir noventa y dos años y ya tenía heridas cognitivas serias. Murió un hermano mayor, sin duda.
No solo la biología hace que las personas experimentemos la dicha de la fraternidad; hay otros ámbitos vitales que son capaces de hacer circular por las venas del alma realidades vinculantes que nos vinculan de maneras extraordinarias. En este caso el pertenecer al mismo presbiterio diocesano. En este caso haberle tenido de profesor de Historia Medieval. En este caso su inocente bondad.
La humanidad está siempre invitada a habitar los espacios familiares y nuestras relaciones a ser fraternas. Cuando se subraya mucho la frontera, el otro es un vecino, un colindante. Abrimos la puerta y dejamos entrar a los amigos y, especialmente a los hermanos. Sabemos que podemos llegar y entrar en su espacio si es un hermano. No se suelen dar guerras entre hermanos, a menos que rebajemos su condición a vecino conflictivo o queramos defendernos de pretensiones o defender las nuestras. Es más fácil perder hermanos que lograrlos. Y al final nos viene bien preguntarnos dónde está mi hermano.
¿Sería una locura imaginar la colaboración profesional en clave fraterna? ¿Que en mercado ofrezca bienes de consumo y necesidad con relaciones fraternas? ¿Será una ilusa actitud infantil que olvida que el pecado original nos empuja a amarnos a nosotros mismos con los excesos del olvido del otro? ¿Será una fantasía que los docentes se sientan hermanos de su alumnado? ¿Será viable que sintamos que aquellas personas con las que nos cruzamos por la calle son hijos del mismo padre? ¿Será viable soñar con una fraternidad universal?
Las guerras presentes desdicen esta posibilidad. Las del pasado nos invitan a desconfiar. Y sin embargo, por dentro sentimos que cuando las personas dejan de ser objetos anónimos y comienzan a tener un nombre familiar surge en nosotros aires de libertad familiar. Se despierta la solidaridad. Algo se ha introducido en el sistema de relaciones mutuas cuando la otra persona me resulta importante. Porque es posible organizar los turnos de trabajo de los empleados como si jugáramos a un ajedrez con piezas. Ocupan un lugar y realizan un movimiento. Y en su conjunto -diría el empresario- me gestionan la finalidad de lo que emprendo. Detrás de cada persona hay un hermano escondido que merece ser redescubierto.
Gritaba el niño a su madre: “Debe haber un animal detrás de aquel arbusto que se mueve”. “No es un animal, hijo mío”, -respondía la madre-, “parece una persona”. “Mamá, es mi hermano mamá, es Antonio” -terminó afirmando el hijo mientras ambos se iban acercando-.
La cercanía nos hace hermanos.