La atención al cliente de las grandes empresas, de algunas medianas, de las grandísimas multinacionales y también de la administración pública, escritas así, en letras minúsculas, se ha convertido en un tormento para los usuarios.
Parece, a veces no sólo lo parece, sino que asoman convicciones de que es así, que todos los consejeros delegados, también minúsculos a pesar de su importancia, los mandamases o aquellos que dictan y obligan a ejecutar los procedimientos del “buen trato”, hubiesen hecho una especie de curso o doctorado con el mismo profesor, egresado de alguna cátedra de alguna universidad de quinta categoría, o de la mismísima casa matriz que regenta el infierno.
No se explica, de otra manera, que por ejemplo en los bancos se obligue sacar número para ser atendido, aunque la sala y las ventanillas estén vacías, que se exijan citas previas como si fuesen los banqueros -que no los bancarios- facultativos de la Seguridad Social, especialistas en curar dinero o auscultar monedas, citas que por otra parte se consiguen llamando por teléfonos atendidos por autómatas que reproducen grabaciones parecidas, tras una retahíla abstrusa de supuestas normas para proteger y preservar la confidencialidad, las mismas que trasgreden con impertinencias publicitarias, ofertas ridículas y supuestos premios.
Las malditas máquinas terminaron reemplazando a los operadores de piel y hueso, a los que con suerte se puede llegar después de obedecer a un robot dictador, que advierte primero, ofrece opciones después y señala números para pulsar hasta que por culpa de tanto abuso de teclas la comunicación se interrumpe.
No pocas veces esto genera una descarga de adrenalina que puede propiciar mordeduras de lengua o insultos y maldiciones que el cliente desatendido no consigue controlar, situación que se amplifica cuando debe soportar, acto seguido, el ring ring inmediato de una llamada que pretende valorar la calidad de la asistencia recibida.
Es bastante atrevido certificarlo, pero es casi seguro que en algún lugar del averno tiene que existir un negociado donde se entrenan los maestros que, luego, en salidas programadas, se reparten por el universo mundo con el objeto de castigar a sus víctimas.
De ese modo también podría justificarse el mejoramiento de los suplicios con nuevos inventos, amplificados a través de recursos mal usados por los poderosos, que han conseguido intoxicar con su prepotencia lo que estaba destinado a generar entendimiento y cercanía entre las personas
No estaría demás que los usuarios, antes de lidiar con estos insensibles que hacen lo que quieren con tarifas, cuotas, precio de servicios o callan ante reclamos justos, nos conjuremos con algún rezo, lo suficientemente eficaz como para espantar al maligno.