Estoy escribiendo este artículo desde un despacho de los Servivios Generales Cáritas Diocesana. Por la ventana veo un edificio verde que tiene nombre: 18 de julio. No dice el año, por lo tanto, podría referirse al levantamiento de 1936 de parte del ejército español contra la II República, o puede referirse al día en que terminó el sitio a Jerusalén por Nabucodonosor II de Babilonia el año 586 antes de Cristo. Tal vez pueda referirse al momento en el que el emperador Juliano llegó a Antioquía frente a un ejército de 60.000 hombres en la que se conoce como la Guerra romano-sasánida. También puede ser la fecha en la que en 1290 el Rey de Inglaterra, Eduardo I, expulsó a los judíos mediante un edicto. Tal vez comemora la fecha en la que Uruguay jura su primera Constitución en 1830, o el día en el que Salmerón se convierte en el primer Presidente de la I República Española. O la fecha, en 1921, en el que se trasladan a la Catedral de Burgos los restos del Cid. Personalmente me gustaría que fuera la conmemoración del día en el que, en 1989, Estados Unidos y la Unión Soviética alcanzan un acuerdo sobre la prohibición de armas químicas y su destrucción en un periodo de diez años. Todo esto, y muchas otras cosas, ocurrieron el 19 de julio.
Podríamos convertirnos en jueces descontextualizados y comenzar, desde el sillón en el que la actualidad anda sentada, a calificar de válidos o inválidos los hechos acaecidos. Ciertamente no son hechos neutrales en la historia. Todos tuvieron causas y consecuencias. Y algunas hicieron sufrir a personas o aliviar sufrimientos. Pero están ahí, en las efemérides de la historia a las que podemos tener acceso en cualquier enciclopedia bien ilustrada. No podemos decir que no existieron esos acontecimientos. Nos gusten o no nos gusten, ocurrieron. Y la historia es la forma científica de indagación en los hechos del pasado. Seguro que otros recordarán fechas actuales en las que están ocurriendo hechos que, aunque nosotros los normalizamos, resultarán escandalosos en el futuro si los historiadores de entonces no usan de la empatía histórica necesaria para comprender y explicar el por qué ocurren las cosas.
La historia se cambia en el presente. Yo solo tengo el hoy para escribir mi historia. La sociedad puede generar herramientas de justicia o de injusticia en el presente, pero lo que dejemos de hacer dejará señales en el tiempo futuro que, tal vez, en la fachada de un edificio quede plasmada como un recuerdo tan elocuente o tan vacío como la fecha que hoy yo contemplo desde la ventana. Todas las demás re-escrituras, por mucho esfuerzo que hagan, solo tendrán fuerza de presente, pero no cambiarán el pasado.
La historia es maestra. Pero para aprender de la historia hemos de estar atentos: conocerla bien y sacar consecuencias. Como cualquier disciplina, la historia necesita y merece una actitud investigadora seria y rigurosa para no ideologizar las fuentes ni para esconder hechos por interés personal o de grupo. La historia necesita valentía y humildad para reconocer la verdad que las fuentes nos ofrecen, aunque haya fealdades y errores que, por mucho que los queramos obviar, siempre estarán allí gritando su verdad.